Hacía tiempo que no iba al cine. Las responsabilidades familiares, el trabajo, la falta de tiempo, la pereza, tener que coger el coche, etc. Un ... sinfín de circunstancias y excusas por las cuales me quedaba en casa. Podemos añadir las que quizás sean las más efectivas; el precio de las entradas y las plataformas digitales. Si uno es pragmático y hace cuentas, el sofá de casa con chaise longue gana a la butaca, por muy cómoda que sea ésta. Pero resulta; que ver el desembarco de Normandía en una pantalla de cine no es lo mismo que verlo en casa, a pesar de las 53 pulgadas del televisor; resulta que la carga de los Rohirrim no es igual de épica con tu home cinema que con el sonido THX del cine y sinceramente; no me he acojonado igual viendo El Exorcista en aquella sala en la más absoluta oscuridad y soledad, que en mi casa. Y los besos no son iguales si se dan en la butaca de un cine de verano que en el sillón. Es la magia del cine. Los que tenemos una cierta edad lo sabemos, lo hemos sentido. Por eso hoy, al ir al cine con mi hijo, estaba más contento que si fuera el día de Reyes. Me refiero a mí, no a mi chaval (que también). Y esa alegría tornó en desolación al ver que apenas había 30 personas repartidas en las diferentes salas de cine. El cine se muere; ese lugar donde la gente acudía a la salida del trabajo, los fines de semana o en horas golfas a ver una película; se muere. Y por muchas y variadas, y ciertas, que sean nuestras excusas, lo cierto es que los culpables somos nosotros. No dejemos de ir al cine, no dejemos de sentir la magia de una sala de cine.
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