Le daban sudores de pensar en toda esa gente apiñada en la playa con siete filas de sombrillas sobre la arena, apestando a crema bronceadora ... y contando los cotilleos de la urbanización, o peor, de los compañeros de trabajo, el regusto a sardinas asadas y sangría, la capa de mugre que flotaba sobre el agua buena parte del día, por no hablar de las medusas, capaces de fagocitarte como a una tortuga. Le asfixiaba imaginar las colas en el control de equipajes y la pérdida de las maletas, la posible cancelación del vuelo que le obligaría a dormir –y a vivir, quién sabe– en el aeropuerto. Le daba fiebre acordarse de la habitación de cualquier hotel, la pintura roja o negra carbón de las paredes y los muebles funcionales, los tabiques tan finos que podías oír cualquier intimidad de los otros huéspedes, si iban bien al baño, si tenían problemas sociales, si estaban dispuestos a suicidarse haciendo 'balconing', lo que solían contar a gritos por teléfono. Y qué decir de las llamaradas de los campings, donde perfectos desconocidos tenían que ser forzosamente como tu familia, o de las acampadas donde debías compartir la comida con toda la fauna mientras tú te convertías en comida para los insectos. Se inflamaba al figurarse que tuviera que coger el coche y enfrentarse a esos conductores que se cambiaban de carril sin poner el intermitente, los que te acosaban hasta que te cambiabas tú para poder adelantarte, los kamikazes que salían a la carretera con el objetivo de provocar accidentes. Por no hablar de las caravanas que acababan en atascos que te impedirían volver a casa, o la tortura de las verbenas, con la matraca de reguetón y pasodobles. Es que ya le hervía la sangre. Estaba claro. No moverse y quedarse en casa al lado del ventilador (que no tenía termostato) era la mejor opción. Una semana dedicada a sí mismo y, si el resto de la familia quería, que se fuera de vacaciones. ¡Qué sofoco! Con lo a gusto que se estaba trabajando, cumpliendo un horario, obedeciendo a la jefa, que asumía toda la responsabilidad. Lo había decidido. Renunciaría a ese derecho laboral sagrado, por mucho que se cabrearan en la plantilla. Se acabó el descanso, pensó. Y, efectivamente, en ese momento se acabó, cuando el hijoputa del niño le dio el pelotazo en la cara, le llenó el esterillo de arena y le despertó de la siesta que se estaba echando, sudando a mares, sí, pero feliz bajo la sombrilla.
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