En los últimos meses, los Economistas que asesoramos día a día a empresas y autónomos hemos tomado el pulso directo a la realidad de la ... implantación de Verifactu. Sabemos del esfuerzo que está suponiendo para el tejido productivo: formación contrarreloj, inversiones en software, revisión de procesos internos y una adaptación organizativa que no es menor.
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Desde nuestros despachos hemos acompañado a los empresarios que, con responsabilidad y previsión, han destinado recursos significativos a prepararse para una obligación que se presentaba como inminente. Y lo han hecho confiando en el calendario oficial, ajustando su planificación, reorganizando tareas y asumiendo costes que para muchos representan un sacrificio real.
Por eso, el nuevo aplazamiento anunciado a menos de un mes de la fecha prevista ha generado perplejidad e inquietud. A esta situación se suma que un Real Decreto-ley dispone de 30 días para ser convalidado o derogado por el Congreso de los Diputados, de modo que su vigencia –y por tanto la propia prórroga– queda temporalmente pendiente de un trámite parlamentario que añade todavía más incertidumbre.
La duda ahora es inevitable:
¿Debemos seguir acompañando a las empresas en esta carrera de inversiones, formación y cambios operativos? ¿O debemos detener el proceso y esperar la próxima vuelta de timón normativa?
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No se cuestiona aquí la decisión técnica de ampliar plazos cuando sea necesario garantizar una implantación segura y ordenada. Lo cuestionable es el momento en que se comunican estos cambios, cuando miles de empresas y profesionales ya habían completado parte del camino.
Un ejemplo claro es que muchas compañías, ante la proximidad de VERIFACTU, optaron por incorporarse al Suministro Inmediato de Información (SII) para 2026. Una decisión adoptada con seriedad –y muchas veces a recomendación de sus economistas– que ahora queda desubicada en un escenario que se modifica a última hora.
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Como profesionales, vemos la preocupación, las dudas y la fatiga. Las empresas están respondiendo con responsabilidad; lo que piden a cambio es previsibilidad. Y es difícil defender el valor de la planificación cuando la propia normativa cambia habiendo realizado inversiones irreversibles, pudiendo haber sido acometidas más adelante, con el coste financiero y en tiempo que ello supone.
No se trata de cuestionar la finalidad del sistema, ni la necesidad de avanzar hacia una mayor trazabilidad y modernización de la facturación. Se trata de recordar que la estabilidad regulatoria es un pilar imprescindible de la seguridad jurídica, y que sin ella las empresas –y quienes las asesoramos– quedamos trabajando sobre terreno inestable.
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España cuenta con un tejido empresarial capaz, resiliente y dispuesto a cumplir. Y cuenta también con un colectivo profesional de economistas que asume un papel esencial en la implantación de cualquier reforma. Pero esa capacidad de adaptación no puede convertirse en la respuesta obligada ante cambios anunciados con escaso margen.
Porque en un país que aspira a crecer, innovar y atraer inversión, la estabilidad normativa no puede ser una promesa futura: debe ser una obligación presente, firme y constante por parte de los poderes del estado y por ende de la Administración.
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