La política conjuga mal con la verdad. Eso al menos piensa hoy una buena parte de los ciudadanos de las democracias contemporáneas, incluso de las ... más avanzadas. Esta devastadora expresión de cinismo político es el resultado de la creencia de que estamos rodeados de mentiras. La misma resulta discutible pero razonable, sobre todo teniendo en cuenta la desusada virtud de desarrollar el hábito de la verdad entre nuestros responsables políticos.
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La discusión en torno a la presencia de la mentira en política no es nada nuevo. En la antigüedad clásica el ateniense Platón defendía que los gobernantes debían siempre guiarse por la verdad (filósofos-reyes), si bien dejaba abierta la puerta a la mentira noble (gennaion pseudos), una falsedad que los gobernantes pueden usar para preservar el orden y la unidad en el Estado, en nombre del bien común. En el Renacimiento, Maquiavelo reivindicó sin recato alguno el uso estratégico de la mentira en política por parte del gobernante si así lo exigía la consecución de los objetivos políticos; era la razón de Estado. Poco más de un siglo después, Thomas Hobbes sostenía que la verdad es relativa al lenguaje y al poder, de tal forma que el soberano se encarga de definir lo que es o no verdadero en la vida pública; otra forma de relativizar la verdad y de someterla al interés del cuerpo político para evitar el enfrentamiento civil.
La mentira en política mina la confianza, la transparencia y la rendición de cuentas como pilares esenciales en una sociedad democrática
Luego el filósofo Nietzsche diría que la mentira y la ficción son inherentes al intelecto humano y fundamentales para la supervivencia del individuo y la formación de la sociedad. En estos términos, el mentiroso en general y el político en particular, será todo aquel que se sirve de las palabras «para hacer aparecer lo irreal como real», perpetrando cambios arbitrarios e incluso inversiones de los nombres para el logro de sus objetivos. Annah Arendt en su obra Verdad y política diferenció entre la verdad factual (basada en hechos) y la verdad racional (filosófica), reflexionando sobre cómo ambas se ven amenazadas en la política moderna por la aparición indiscriminada de las mentiras. Estas no solo ocultan hechos, sino que los destruyen, creando realidades paralelas. Para la teórica del totalitarismo, el relato de los hechos siempre ha de ser preservado como base de lo político. George Orwell sostuvo que el lenguaje puede ser manipulado para controlar el pensamiento (neolengua) de tal forma que determinadas mentiras institucionales se puedan imponer como verdades, haciendo que la mentira no sea ya una mera ocultación de la verdad, sino que se convierta en su sustitutivo. Con su siempre alambicado lenguaje, Michel Foucault explicó que la verdad depende del poder; que toda producción de la verdad está irremediablemente ligada a regímenes políticos concretos. Popper, en La sociedad abierta y sus enemigos, advirtió que la mentira no es solo un defecto ético, sino también el fundamento epistemológico del totalitarismo. Para combatir esa situación, propuso una sociedad abierta donde la verdad, aun no estando garantizada, debería poderse buscar de forma colectiva. Más recientemente el filósofo esloveno Slavoj Žižek ha sostenido que la política no se limita a engañar al otro, sino que se entrelaza con la forma en que los sujetos creen, incluso cuando saben que «algo no cuadra». Esta postura es muy parecida a la que en su día defendiera Jean Baudrillard, para quien las mentiras, entendidas como simulación y simulacro, no encubren la verdad, sino que la sustituyen.
En definitiva, hoy el debate sobre la utilidad de la mentira política continúa, pero con un sentido propio: hoy hay consenso sobre la imposible conciliación entre la mentira política y la buena política. La mentira en política mina la confianza, la transparencia y la rendición de cuentas como pilares esenciales sobre los que se sostiene una sociedad democrática. Cuando los políticos mienten no solo persiguen engañar a sus votantes. También contribuyen a debilitar el vínculo ético que justifica su legitimidad. La buena política exige responsabilidad, coherencia y servicio al bien común, todos ellos valores que se diluyen con la manipulación dedicada a ocultar la verdad.
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No deberían olvidar quienes nos gobiernan, ni tampoco la ciudadanía que nos dejamos gobernar, que el mérito del político no consiste en «mentir bien». Como sugirió John Arbuthnot, este está en aceptar una doble evidencia: la verdad es casi siempre incómoda, pero también es el único espacio donde puede fortalecerse una democracia digna de este nombre.
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