La enfermedad mental cruza temprano la calle para acudir al trabajo, abre el paraguas si el cielo apunta, acerca a los peques al cole, repasa ... citas laborales, saluda al portero, paga facturas, atiende llamadas, cuida a la madre. Y «cuando se levanta por las noches al salón a llorar me pide que le dé un buen puñado de razones para vivir».
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El trastorno psicológico hace pilates los lunes, estudia muchas horas, tiene éxito con los exámenes, una familia que le acoge y algunos amigos de hace años. Pero «pospone encuentros con cualquier excusa, se distancia de personas de las que jamás pensó, desea evaporarse sin hacer daño ni dejar rastro».
El desorden cerebral se sube a las siete al metro y luego hace un trasbordo para llegar puntual a una jornada larga y productiva; una jornada con acto social incluido de los de saludos risas y canapés variados. Y mientras viaja en vagón, echa de menos los días en que todo eso, «las cosas cotidianas de mi vida me procuraban un equilibrio e ilusión que ahora no encuentro en nada; ni aún subiendo dosis al prozac consigo vencer el vacío».
Hace unos meses para sorpresa de las audiencias, la periodista Mercedes Milá desvelaba haber vivido una importante depresión. Aseguraba que con su trabajo estaba contenta, que el problema lo tenía dentro: «Podía estar llorando toda la semana hasta el jueves, levantarme ese día, hacer el programa y que nadie se diera cuenta de nada».
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Así es como el trastorno mental cruza temprano la calle para acudir al trabajo. Sobrepasado por emociones, agazapado tras una sonrisa, deslabazado por dentro pero impecable por fuera.
Frente a estas realidades invisibles, la mala salud mental nos parece que es algo más palpable, algo que suele caer más bajo: asustaniños que gritan incoherencias, acampados con cartones en céntricas plazas o 'indigentes' que hablan solos… Pero estos son solo ejemplos del abanico cromático, con sus diversos diagnósticos, sus niveles de gravedad y su abandono de tratamientos en tantos casos.
Distinguimos el 'trastorno con estigma' pero creo que son mayoría los enfermos que nada aparentan. Los perfectamente funcionales, los normalizados, los socializadores con y sin ganas, los llenos de obligaciones. Les pasa que, por mantener esa actitud natural de «todo bien por aquí», tienen servida la incomprensión de sus entornos. Ahí donde llevan 'el pecado' de callar es también donde llevan la penitencia de una apatía ajena tan dolorosa como pretendida.
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No pían por rehuir estigmas, evitar daños o para no incomodar: «La gente tiene sus propios problemas». A algunos, la experiencia de haber soltado cuerda, les recuerda un mal consejo de esos de «no es para tanto», «supéralo de una vez» o «menudas películas te montas». Hay además pereza en relatarse a uno mismo como perro verde y rechazo a la compasión. Hay temor a contar lo que duele sin confiar en que «cuiden bien esa parte de ti». Hay un no saber poner coraza a determinados dardos que bien podrían llegar.
Por eso lo mental cuando está achacoso o vive sus horas bajas quiere ser invisible y perderse de este mundo, un mundo al que sigue anclado por exigencias del guión y por pocas ganas que tenga.
Además de los casos apuntados –tan reales y concretos como reales y concretas son las vidas de personas atrapadas en estos trastornos–, están los datos. Las consultas pediátricas de tipo psiquiátrico se han multiplicado por dos; casi tres millones de españoles tienen un diagnóstico de depresión; los intentos de autolesión en adolescentes subieron un 200%...
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Las cifras van en aumento, pero no así los recursos con los que el trastorno mental se juega los cuartos. Estos enfermos conviven con la desgana, el estigma, el tabú y la vergüenza. Y enfrente tienen unos servicios de salud que dan cita en unos meses; unos resortes sociales tantas veces alejados; una crisis económica que es el caldo perfecto donde cultivar este virus.
Enfrente tienen los miedos, las soledades y ese otro desamparo que se llama incomprensión y se apellida rechazo. O cierta sorna: qué graciosos son los locos en sus diversas facetas.
Enfrente está la presión social recordando la exigencia de sentirse bien, reclamando un logro para cada edad –si al año hay que gatear; a los veinte, estudiar; a los treinta, trabajar; a los cuarenta, triunfar…–.
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Enfrente están las familias impotentes en una espera que siempre les desespera.
Al igual que 'las niñas buenas', algunos enfermos mentales quieren estar en la sombra sin que apenas les notemos, y no salir del armario. Así, tantas veces silenciados, tantas otras silenciosos, se nos van quedando a un lado. Es lo del llorar y el mamar en versión recursos públicos, esos recursos que figuran grandilocuentes en las webs, que las leyes garantizan y a los que, para la mayoría de afectados, les resulta tan difícil acceder.
En esto de la salud mental nos estamos quedando atrás: falta acción, proactividad, coordinación entre administraciones, falta voluntad de cambiar las cosas, iniciativas para prevenir desastres, falta innovar, adelantarse, poner dinero y pringarse. También falta entender lo que pasa, lo que estamos ignorando. Y apoyar a las familias sin mirar para otro lado. Y acercarse al amigo que cruza temprano la calle para acudir al trabajo sobrepasado por emociones, agazapado tras una sonrisa, deslabazado por dentro pero impecable por fuera. Falta currárselo.
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