Ahora que descolla el invierno, ahora que claudica el peor año de lo que llevamos de siglo, ahora que la pandemia es un allegado más ... en la parranda del consumismo navideño, ahora que hay tantas dudas como vacunas, ahora que –de nuevo- el único tacto son las palabras, leo la noticia de que Andalucía tendrá Ley contra el fraude y la corrupción. Al leer el titular acudo a un libro de V. Lapuente sobre la corrupción y el lado oscuro de la política y el gobierno, un libro coral sobre los dos mil imputados por choriceo que hay en España; cientos de los cuales son políticos y cargos que acumulan sisas de cientos de millones de euros.
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Entonces pensé en el descaro con que se expresaba uno de los investigados por corrupción que al salir del juzgado y mientras se frotaba las uñas en la solapa, decía que se iría de rositas y no devolvería ni un duro.
No es rocambolesco el caso, me temo. Tampoco es que sea el apocalipsis, pero causa desolación. Y más ahora que pintan bastos. Ya se sabe que de oficinista, tornero o manceba de supermercado a concejal de urbanismo o ministro no hay diferencia, sobre todo si de lo que se trata es de hacer filigranas con lo que uno tiene entre manos.
Inicié pues el recuento de memorables cuatreros hasta la fecha; no desde los reyes godos, sino partiendo de las primeras elecciones municipales allá por el año 79 del siglo pasado. En aquellos estertores de los 70 la dualidad hispana que helaba el corazón a Machado y las esquizofrenias territoriales, no habían hecho más que asomar las orejas. Las formaciones políticas se daban maña en el escaparate público y también dentro de la sede respectiva, según tocara. Así, un día cundía exaltación del 'colegueo' y al día siguiente relucían las facas con que apuñalar al correligionario que discutía quien ocuparía el suculento escaño o concejalía de urbanismo. En el país del enjuague ello no resultaba llamativo, y menos en aquel entonces en que por doquier primaban euforias y entusiasmos democráticos tras la égida franquista. Así, a comienzos de los 80 las recalificaciones urbanísticas eran 'pan nuestro de cada día', y no para enmendar los atropellos antes perpetrados, sino para engrosar con mordidas obscenas la insaciable codicia de ediles siempre ávidos de rendirse al agasajo crematístico de comisionistas y promotores.
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Detuve el recuento cuando el casting de piratas llenó el folio. Decidí entonces reparar solo en aquellos trápalas catetoides -a quienes, por cierto, los de ahora han dejado en mantillas- que tenían la desfachatez de pavonearse en público como si tal cosa. Reparé así en los más grotescos o que tenían cierta gracia (maldita la gracia). Recordé a quienes antes de trincar poltrona no llegaban a fin de mes y luego, subidos en sus haigas, se paseaban con esa chulería paleta y ostentosa de la impunidad.
Ahora que tendremos Ley anticorrupción, pienso que si es justo que penen los canallas también lo es que devuelvan toda la pasta.
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