Ya es mala suerte echarte de novio a un Nobel de Literatura y que te salga cursi. Por Vargas Llosa, lo digo. Por llamar a ... Isabel Preysler «reinita de los delfines», especifico. Y por escribirle en una carta «te mando muchos besos y palabras bonitas para esas orejitas que parecen dos signos perfectos de interrogación», añado. ¡Pero si le quitaron cartílago de las orejas para reconstruirle la nariz! Mira, casi prefiero que me envíen el emoticono de la berenjena.
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Las palabras de arrobo entre los enamorados solo tienen sentido dentro de un contexto íntimo y de un tiempo determinado. Fuera de esas coordenadas resultan bochornosas, sobre todo cuando el amor se va por el desagüe de un lavabo de Porcelanosa y uno descubre que las mariposas que sentía aletear en el estómago eran, en realidad, gases. Por eso, después de tomarse un par de Aero-red, Vargas Llosa escribe en 'Los vientos': «Creo que solo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita por una mujer que no valía la pena». Él se arrepintió de haber dejado a su legítima por un «enamoramiento de la pichula», pero Preysler no se arrepintió de haberlo dejado a él.
Todo lo contable lo cuenta la inmarchitable en su biografía. Para escribidora, ella. Y también para mandar a tomar viento a Vargas Llosa: harta como estaba de sus escenas de celos, le envía una carta de despedida y cierre. «Por favor, manda a alguien a recoger todas tus cosas», escribe. Sabía que el peruano no solo tenía quien le ahorrara el ingrato trabajo de meter sus libros, sus trajes y sus pastillas para la pichula en cajas, sino también un pisazo al que irse. En padecer a un tipo celoso y posesivo no hay clase social que valga; en poder deshacerse de él, sí.
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