La rosa de oro

Según Aristóteles, no podemos concebir una vida buena sin solvencia material, pero tampoco sin dejar de cultivar aspectos esenciales como la amistad, la virtud o el conocimiento

Agustín Moreno Fernández

Sábado, 26 de noviembre 2022, 00:40

Durante siglos el Papa regaló a eminentes personalidades rosas de oro sin espinas, como si fueran del paraíso. Masas de población de todo tipo y ... condición, que hoy compadecemos, emplearon no poco tiempo, recursos y rezos para salvarse en el más allá. Pero cualquier elucubración sobre un pretendido edén, cielo o nirvana es una especulación. Esto supone tomar distancia de supuestas verdades últimas, tantas veces predicadas o impuestas, no como propuestas de fe, sino como certezas indubitadas que nunca fueron. Como tampoco lo es la opinión de quienes divulgaron u obligaron a creer que todo aquí se acaba.

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Mientras vivamos no podemos dejar de adoptar o de estar en determinadas creencias. En diversos grados nos resultan adheridas, prestadas, sugeridas, obligadas. Las adoptamos ignorantes, conscientes, sumisos o, rebeldes, las criticamos, con alternativas más o menos reactivas o constructivas. Incluso heredamos viejas conocidas bajo nuevos ropajes. Desde la sociología se ha señalado cómo, modernamente, habríamos trocado la antigua angustia de la preocupación por la salvación eterna y sus anticipatorios signos divinos, en malestar e inquietud por la plenitud de una salvación terrena, que conseguiríamos cumpliendo una serie de deseos y alcanzando la condición de seres felices. Con las consiguientes e identificables muestras de los divinizados éxitos económico, social y material que lo atestiguarían. Sin embargo, la felicidad, su búsqueda, su definición, es una amplísima cuestión que, si bien podría tener como ingredientes básicos aquellos de la canción (salud, dinero y amor), no serían los únicos.

Según Aristóteles, no podemos concebir una vida buena sin solvencia material, pero tampoco sin dejar de cultivar aspectos esenciales como la amistad, la virtud, la vida sociopolítica (sin separar las tres) y el conocimiento. Para Abraham Maslow la satisfacción de nuestras necesidades incluye: básicas de supervivencia, como comer; de seguridad y estabilidad; de pertenencia y afecto; de reconocimiento y valoración interpersonal y social; y el despliegue de nuestras potencialidades personales.

Las dificultades de muchos tipos que atraviesan toda existencia humana obstaculizan la consecución de unos u otros elementos para vivir una vida buena. Fijémonos en un posible escollo peculiar. El de la creencia en una salvación en esta vida, mediante una concepción de la felicidad en particular, asociada al cumplimiento de determinados deseos. Concepción que no surge de la nada, sino en Estados Unidos, propagada desde hace más de un siglo a través de la globalización económica y mercadotécnica. Reflejada en discursos de triunfo incontestable. Como el del banquero de Wall Street Paul Mazur, apostando por transformar la cultura, para que los deseos eclipsaran las necesidades humanas, entrenando a la gente para querer cosas nuevas antes de gastar si quiera las viejas. O el del presidente Hoover, apelando a la responsabilidad de crear deseos para mayor progreso económico, transformando a la población en máquinas de felicidad en movimiento perpetuo.

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Poco tienen que ver estos deseos y felicidad, con los de una sociedad mejor, de ciudadanos más virtuosos; con la satisfacción de retos ligados a profundos anhelos que ilusionen, en relación a una vocación personal, un sentido espiritual del trabajo, o el equilibro de mente y cuerpo en entornos cuidados y saludables.

No pocos productos novedosos se asocian en su publicidad con viejos mitos de eterna belleza o juventud, prestigio, placeres, ocio, poder, saber o riquezas propios de dioses. Su posesión promete, como las vetustas reliquias, signos de salvación, cupones acumulables hacia a la plenitud. Sin embargo, se trata de una farsa. La de una falsa plenitud que nunca alcanzaremos, porque nuestros deseos son inagotables, y porque nuestra condición finita es la de vivientes mortales en vicisitud continua. Nadie ha visto rosas áureas sin espinas. No sabemos si hay otra vida. Pero aquí, ¿cuánto sufrimos buscando oro para salvarnos comprando rosas marchitas?

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