Al despertarse de la siesta, que ha dormido en su sillón de orejeras de toda la vida presidido por un retrato al óleo de su ... madre, coge una revista. La ase con ambas manos. Sopla suave y reiteradamente para despegar las páginas. Entonces empieza a leer silabeando en voz alta. En ocasiones torna a la misma línea una y otra vez. Ayer le escuchaba las frases de un artículo sobre el concierto de Año Nuevo, «la vís-pera el di-rec-tor está ner-vio-so. La sa-la dorada de Vi-e-na…». Acentúa bien 'víspera'. En su cerebro horadado quedan los restos del gusto por la lectura. «Cuando era una cría – cuentan mis tías – y se hizo cargo de la casa por el accidente de la abuela, llevaba las novelas en el bolsillo del delantal. Aprovechaba cualquier descanso – que se secase el suelo de la cocina, por ejemplo – para leer unas páginas. Cuando terminaba un libro, cualquiera de nosotras se lo cambiaba en un quiosco de la Plaza».
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Mis hermanos tienen la delicadeza de sustituirle la revista con frecuencia. O de ofrecerle el periódico del día. No es que importe el trueque porque ni entiende lo que lee ni lo retiene tan siquiera conforme lo pronuncia. Me pregunto cómo es posible que con noventa y un años recuerde las letras y se haya olvidado del resto. Excepto, probablemente, de su marido.
Ha llegado uno de mis hermanos – sus abnegados y amorosos cuidadores – «¿cómo está la más guapa de Jaén?», mientras le ahueca el pelo cano con los dedos, le acaricia la mejilla y le pone bien los pendientes de perlas que le regaló su esposo. La levanta por las axilas para llevarla al cuarto de baño. Las dos manos en sus dos manos acompañan pasos titubeantes cual de un niño que comienza a andar. De regreso a la mesa camilla dobla hasta la eternidad, apretando con sus dedos artríticos, el falsillo del tapete. Lo está preparando para echarle los pespuntes en la máquina de coser igual que cuando, acuciados mis padres por la economía de guerra de una familia numerosa, cosía pijamas para sus hijos.
Ahora ella es la que necesita ser cuidada. Dependiente para el aseo personal y de que le den la comida. La vida, caprichosa, se complace en girar su manivela ciento ochenta grados para convertir a sus hijos menores en padres sin horario. Acostada, camisón largo y ojos de cansancio, besos de más que buenas noches, se queda en posición fetal hasta la mañana siguiente, protegida en los extremos de la cama por almohadas y sillas que impidan una caída causada por un movimiento nocturno cada noche más improbable ante su falta de fuerzas.
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Le sigue gustando lo dulce. Desayunará tostadas de miel y aceite antes de regresar a su lectura cotidiana y eterna. Languidece sin darse cuenta. Cuando la contemplo, confirmo que yo no quiero bajo ningún concepto – he de firmar mi testamento vital – llegar a ese estado. Ni por mí ni por la carga que supondría ajeno ya a la consciencia.
Pero al verla coger el periódico y oírla iniciar su lenta salmodia, sólo pienso en lo mucho que la quiero y lo orgulloso que me siento hasta el final de mi madre.
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