Últimamente sucede en Valencia que, cuando la lluvia llama, se remueven los muertos. Miguel Hernández lo escribió con la rotundidad cruda de quien ve el ... poso de cieno en el fondo del agua; por eso, cada vez que el cielo abandona su azul calmo y vira al gris naufragio, el Levante entero siente el estremecimiento porque es una tierra en la que, como cantaba Raimon, las tormentas ha oscilado siempre entre la catástrofe y la sequía, entre la ambición de huerta generosa y la devastación del esfuerzo de décadas. De esta manera comenzó la tragedia del 29 de octubre pasado, convirtiendo una esperanza minutísima de feraz aliento para los frutales en paisaje fúnebre desolador, 229 vidas arrasadas, municipios hundidos en barro y en silencio. Pero no fue más que el principio, porque la intensidad de este desastre ha revelado tanto la pujanza de la solidaridad colectiva como la desnudez moral de quienes ostentan el poder con una inconsciencia solo parangonable a su soberbia.
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Y ahí se convierte en protagonista Carlos Mazón, presidente valenciano, caballerazo antiguo que presume de vestirse por los pies pero constantemente acaba por definirse con sus hechos como un valentón de teatro del Siglo de Oro: fuese y no hubo nada. El alicantino tuvo la oportunidad de ejercer como un líder comprometido con el destino colectivo si hubiera estado atento a sus obligaciones en un momento aciago en el que se pudo evitar tanta desolación, pero prefirió encarnar el papel anacrónico del galán lopesco en una comedia que acabó trágicamente. No para él, porque ha demostrado que todo le resbala (dolor, muerte, dignidad o coherencia), sino para la comunidad que lo eligió para gobernarla. No se puede entender de otra manera que se aferre al sillón un mandatario que, sabiendo que una borrasca podía devorar su región, se mantuvo absorto en prolongada sobremesa con una amiga. Casi cuatro horas duró el esparcimiento presidencial, tiempo suficiente para que las ramblas desbordaran su paciencia y la furia ancestral de los ríos engullese barrios enteros.
En mi país, insistía Raimon, la lluvia no sabe llover, y quizás tampoco la mayoría de los mandamases saben gestionar las consecuencias de una catástrofe. En demasiadas ocasiones les pilla con las manos ocupadas, como a Mazón, y eso es lo que desalienta; porque nadie pedía a don Carlos frenar la fuerza de la naturaleza, pero sí hacer todo lo posible para evitar unos estragos de esta magnitud. Es decir, exactamente lo contrario de lo que hicieron ignorando todas las alertas, improvisando planes cuando ya era tarde y dejando a la población a su suerte. Porque fue la gente normal sin medios pero con determinación recia, quien se enfrentó primero a tanta adversidad dejándonos así un testimonio imperecedero de la fraternidad humana en momentos aciagos frente al abismo de la incapacidad manifiesta y la dejación de responsabilidades autonómica.
Con ese ejemplo que dio el pueblo, resulta ignominioso el comportamiento del todavía dirigente popular valenciano no sólo esa tarde-noche que se completa sino después: su retórica de mentiras huecas para justificarse, sus silencios hirientes para la memoria de los difuntos y su propia presencia donde ya ni se le quiere ni se le necesita. Son los últimos estertores de un poder mal entendido, una contumaz resistencia carente de honor que solo merece como respuesta la expulsión urgente de su partido y el desprecio colectivo.
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