Puerta Real

El photocall

Tengo para mí que en España, desde hace años, sufrimos un glorioso excedente de melones encorbatados mientras que faltan decorados de cartón piedra, esa exquisitez ... decadente que los iniciados del marketing llaman photocall. Por eso, aunque la economía florezca primaveral y rozagante, según el ministro Cuerpo, en este invierno adelantado en el que todo el aire es pájaro, convendría ya desplegar nuevos altares laicos al postureo que, a buen seguro, no tendrían inconveniente en patrocinar proveedores del perfil de 'Ladrillos la Dolorosa', 'Constructora de Castillos en el Aire' o similares.​

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En cuanto a dónde ubicarlos, está claro que no hacen falta más saraos de instagrammers o encuentros de estrellas internacionales. Sugiero colocarlos en espacios en los que está confirmado que habrá un alto nivel de trasiego de gente noticiable en estas semanas próximas y en los meses venideros. A saber: la puerta de la Audiencia Nacional –privilegiando la zona del parking de vehículos policiales, que aporta morbo garantizado al personal– y la explanada de entrada a la prisión de Soto del Real, donde los flases crepitan últimamente como palomitas en microondas.​ De hecho, parece extraño que no lo haya sugerido nadie antes y que no se los rifen patrocinadores tipo 'Chistorras el Arrepentío' o empresas de limpiezas varias y dinero rápido tan acreditadas como 'Pagos en Diferido SA', que están en el negocio que nos ocupa desde que el mundo es mundo y la gomina era símbolo de poderío. Digo yo que podría empezar a sacársele rentabilidad al asunto, ya que van a ocupar el grueso de noticieros y prensa de aquí a mayo de 2026 evidenciando que hay demasiado saltabalates en la cosa pública. A ver si se recupera algo del parné que –supuestamente, siempre supuestamente– se han llevado Ábalos, Koldo, Cerdán o esa nómina interminable que integra antiguos prebostes del PP vinculados a las tramas llamadas Gürtel, Púnica o Kitchen, que aquí el gusto por los billetes de quinientos euros no entiende de ideologías sino de falta de vergüenza, del más mínimo pudor que, por extensión, viene a dejar en evidencia a toda la clase política.​

Más allá de cualquier ironía sobre el asunto, resulta peligroso que la ciudadanía llegue a tener la amarga sensación de que quien decide dedicar una etapa de su vida profesional al ejercicio de una responsabilidad pública lo hace movido, ante todo, por la posibilidad de convertirse en una versión aggiornada de José María el Tempranillo, aquel bandolero que, siglos atrás, cobraba peajes para garantizar el paso seguro por Sierra Morena. Por eso, convendría no olvidarse de lo evidente: que cualquiera que se dedique a la gestión pública puede meter la pata –y de hecho muchos lo hacen con una rara habilidad, digna de mejor causa– pero lo que no se puede considerar como habitual es que metan la mano.

Ahí radica el inmenso daño que se inflige a una tarea que exige inteligencia para elaborar un ideario, habilidad para forjar consensos y una ética inquebrantable: que esos principios esenciales queden opacados por la vileza de unos cuantos que, al abrir los noticieros y con entrevistas por entregas, evidencian haber hecho de la indecencia su forma de vida. Para regenerar la democracia y recuperar la credibilidad, los partidos serios deben ahora hacer limpieza profunda, aunque sea al estilo de Hércules: desviando un río que arrastre toda la podredumbre. Con photocall incluido.

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