España, noviembre de 1975. Hay un temblor de palomas por el aire. El invierno se acerca como un rayo y el frío se acompasa al ... movimiento de la gente en las aceras. «Españoles, Franco ha muerto» avisaba Arias Navarro desde el televisor y, al luto obligado, se sumaba el temor, el desconscierto, ese no saber lo que viene porque este país había perdido cualquier esperanza de futuro. El pasado y el presente llevaban dándose la mano cuarenta largos años donde quedó bien claro quiénes habían perdido la guerra. Y no hablo sólo de los 600.000 muertos, que esos ya no sentían más que la paz de los cementerios o descansaban en fosas, en olivares o al pie de una tapia cementerial y triste. Me refiero a tantas familias destrozadas en ambos bandos y también a esa tercera España que, desde el campo, la fábrica o la escuela, se fue directa a una trinchera sin comprender nada. Para ellos, el peso insondable de la pena nunca fue rojo ni azul; era negro y profundo como un pozo.
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De esta manera empezó el pacto de silencio que supuso la Transición: no se debía remover tanta sangre derramada para que la libertad pudiera tomar las calles. Diálogo político, consenso para construir una constitución sin revanchas, la de 1978, que tomó el testigo de la de 1931 donde se reconocía el sufragio universal, la separación de poderes o los derechos civiles y sociales que luego desaparecieron durante cuatro décadas. Ahora habrá quien venga a decir que en la dictadura se aplicaban aquellas Leyes Fundamentales del Reino, pero como hoy no tengo el alma para alborotos, me voy a explicar sencillamente: quien ignore la corriente oculta bajo la piedra, nunca comprenderá lo que supone su lento y doloroso camino buscando la luz donde habita la justicia. De esta manera, España marchó hacia un porvenir de sigilos pactados, de mutismos que ocultaban los detalles de una catástrofe monstruosa para no reabrir heridas, ignorando que las heridas, sin sol, se infectan.
Y así, entre eufemismos y cautelas, hemos llegado a otro noviembre cincuenta años después. Aquellos hijos de un tiempo de fusiles, hambre y ruina, se nos han ido muriendo con una tristeza inabarcable en el fondo de los ojos. Ellos, que fueron paradigma de generosidad, han tenido la suerte de no ver cómo esta juventud actual, o bien desconoce quién fue Franco, qué supuso la Guerra Civil y cuáles fueron las consecuencias del fratricidio; o bien acuden a esas manifestaciones autorizadas por tribunales en las que, con banderas y cánticos falangistas, se reivindica, saludando brazo en alto, el legado de terror del caudillo. Buscan desafiar la democracia que se bautizó con aquel sacrificio extraordinario llamado concordia y que podría haberse nombrado también silenciamiento. Lo hacen sin tener la más remota idea de lo que vociferan, reviviendo nostalgias que rehúyen el conocimiento, reforzando la polarización, insistiendo en el daño. Pero el error no es sólo suyo: no han aprendido la lección porque nadie se la contó completa. Sus abuelos confiaron en que el torrente del olvido sepultaría la tragedia, pero estas omisiones sólo sirvieron para amordazar temporalmente a los fantasmas. Y ahora que han vuelto, sólo una reeducación basada en una explicación serena y clara de la Historia contemporánea es la última esperanza para salvarlos de un abismo de manipulación, amargura y desamparo.
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