Puerta Real

Jóvenes que vienen

Domingo, 27 de julio 2025, 23:17

Cada julio, al cumplirse los dieciocho años, el aire se viste invariablemente de neblina añil que se mezcla con el intenso azul del mar visto ... desde el rebalaje. Este fenómeno, casi mágico, pasa inadvertido tanto para los mayores como para quienes aún no han alcanzado esa edad: es el paso de un Rubicón imaginario, el umbral que marca el comienzo de la adultez. Nuestros jóvenes, cargados de incertidumbres y tras superar las pruebas pertinentes de acceso a la universidad, debieran escoger la senda profesional que más les entusiasme, prepararse a conciencia y, con suerte, ejercerla durante el resto de sus vidas. Sin embargo, con frecuencia no se les ha explicado con la debida claridad la trascendencia de esta decisión ni la importancia de priorizar la vocación frente a intereses espurios que oscilan entre planear la opción a un empleo bien remunerado o con baja tasa de desempleo.

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Pero es que no se trata solo de desempeñar un cometido, sino de que esa labor sea suficientemente gratificante para mantener viva la ilusión y acudir a ella con alegría y verdadero compromiso. En la conformación del engranaje social, es fundamental que cada persona ejerza su función eficazmente para que todo funcione: desde el administrativo que ayuda a rellenar una instancia hasta la médico del centro de salud, pasando por la ingeniera que diseña un puente o el economista que prepara la declaración de la renta. Y no me olvido del fontanero, de la cajera del supermercado, del agricultor o de la taxista que me acerca a casa. El problema radica además en esa obsesión casi generalizada por ser universitario; graduado en cualquier área, pero universitario con título, como si ahí residiera la panacea y se garantizara la satisfacción personal o eso tan confuso/difuso a lo que llamamos éxito. Dos décadas de experiencia docente me confirman en la percepción de que demasiados estudiantes no saben bien qué les apasiona realmente porque nadie les ha ayudado a encontrar la verdadera vocación en esas etapas previas en la que, progresivamente, debieron irles abriendo el abanico de posibilidades más allá de dibujarles un mundo perfectamente superficial y consumista, imitando aquel que Huxley retrataba en 'Un mundo feliz'. O como el que muestra la televisión a cada rato, obcecada en reivindicar como arquetipos de lo deseable a futbolistas o influencers sin oficio real pero con beneficio temporal. Es decir, la manera más eficaz de bloquearles la autoestima, de que nada de lo que puedan escoger sea comparable al universo glamouroso que se percibe a través de las redes. Aunque sea de cartón piedra y con fecha de caducidad, en esta etapa no se concibe así. Por eso en muchos casos, se aferran al mal menor: estudiar una titulación universitaria, aunque suponga frustración, desagrado o soberano aburrimiento oír hablar de materias que interesan entre poco o nada a quienes se sienten atrapados en un círculo vicioso que obliga a seguir siempre adelante. Seguramente, para estos chicos y chicas habría que reivindicar el derecho a equivocarse, a desandar el camino hasta encontrarse para retomarlo después con pasión, con ímpetu renovado y con la conciencia de estar preparándose para ser útil. Nada es un naufragio cuando se tienen veinte años y un jardín con senderos que se bifurcan por recorrer; es la oportunidad de construir una trayectoria profesional que tenga el sentido pleno que cada persona merece.

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