Se levanta con la luz primera, esa que en las madrugadas de octubre invita aún a dormir un rato más. A las ocho, los niños ... ya están preparados para el colegio, la casa recogida y, ella, lista para empezar la segunda jornada laboral que avanza entre el corral y el todoterreno, entre las ovejas y los olivos, entre la constancia que requiere el campo y la paciencia de quien espera, ilusionada, el fruto justo del esfuerzo. «Quien siembra, recoge», decía su madre; «quien guarda y deja, dos veces pone la mesa», avisaba su abuela. Hoy las recuerda siempre afanosas, nunca libres para decidir, procurando el sustento cada día. No pudieron escoger otra cosa porque para su generación no hubo opciones; sólo un sombrero de paja, una azada, callos en las manos y aceptar su destino. Sin embargo ella sí ha elegido el noble oficio de la tierra porque le gusta tocarla, respirar el perfume de la alfalfa envuelta de rocío o escuchar a las chicharras en verano. Antes, hizo el bachillerato en el pueblo vecino, supo disfrutar de fiestas hasta el amanecer con sus amigas (ay, la voz madrugadora de su padre cuando la cerradura se atascaba) y sus maestros la animaron a estudiar una carrera, que es lo que se espera de las jóvenes talentosas. Eso, y huir a una ciudad.
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Lo hizo, y ahora un diploma acredita en la pared que es ingeniera agrónoma. Pero en la capital había demasiado humo, una inmensidad de ruidos y un exceso de rutinas asfixiantes; así que cumplió lo requerido y regresó, porque ella sí ha elegido mirar al cielo esperando la lluvia, temer al pedrisco que a veces destroza las cosechas en agosto y seguir el ciclo de la luna para sembrar los ajos justo antes de empezar a recoger la aceituna. Y el silencio. Ha preferido el silencio de las tardes largas de invierno con los sarmientos de las vides secas chisporroteando en la lumbre para criar a sus hijos aún pequeños.
Aunque no lo sepa, es semilla germinada y raíz profunda a la vez, memoria viva de quienes labran surco a surco su esperanza mientras, en conferencias internacionales, manejan palabras como sostenibilidad y resiliencia. Ella ni las nombra; lo suyo es hacerlas realidad, porque entiende de labranza, de cuidados para prever incendios y de prudencia infinita. Sus trescientas doce ovejas segureñas lo confirman. La mayoría pastan todavía al aire libre, porque no ha llegado el tiempo de la estabulación —más tarde irá a llevarles la sal—, pero varias están en el aprisco. Son las que observa ahora y cura con la ternura de quien adivina, sólo por sus movimientos, que algo les ocurre. Cuando el reloj marque las doce, deberá marcharse al olivar, comprobar cómo avanza la cosecha temprana de picuales y decidir el momento exacto para iniciar la recogida. Esta semana pasada no hubo ni un instante para celebrar el 'Día de la mujer rural' porque aquí el tiempo parece lento, pero es inexorable y no se para. Siempre hay alguna ocupación, pero también una felicidad sencilla de corderos que nacen y horizontes donde se pone el sol mientras se acerca lentamente el sueño con su cansancio alegre de misión cumplida. Nunca será fácil y lo sabe, pero ha encontrado el camino para lograr que esta casa, tan lejos del mundo, siga encendida.
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