La Paqui me representa y aquí empuño con ardor el pendón de su defensa. Yo no te acuso, Paqui, porque te comprendo y hay flaquezas ... humanas que siento muy próximas, casi familiares. Cuando éramos niños de provincias, la aventura cosmopolita de un viaje a Madrid empezaba siempre en un Corte Inglés. A mi madre, mujer de comportamiento habitualmente austero, se le iluminaban los ojillos cada vez que franqueaba las puertas metálicas de uno de esos paraísos verticales con librería en la planta baja y cafetería en la séptima. Caía en un estado cercano a la embriaguez al subir de piso en piso por las escaleras mecánicas, mientras ante ella se desplegaban, como en una fantasía de Walt Disney, trajes de caballero, vestidos de boutique, perfumes, vaqueros ajustados, ropa de deporte, cacerolas, aparatos electrónicos, ropa de cama, dependientes obsequiosos y elegantes. ¡Cómo no vamos a perder la cabeza, Paqui, ante ese formidable universo de lujurias en el que, además, cuando no es primavera es Navidad!
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Ha pasado mucho tiempo, sí, pero por más que estudiemos o viajemos al extranjero, a los de la ribera del Ebro nunca se nos quita por completo el pelo de la dehesa y una estupefacción sostenida ante las maravillas del mundo moderno. Hay unas corrupciones más comprensibles que otras y la idea de quitarle un poquito de dinero al Estado para convertirse en la reina de El Corte Inglés despierta en mi corazón un fraternal eco de solidaridad. «Puedo resistirlo todo menos la tentación», escribió Oscar Wilde, una Paqui anglosajona. ¡Qué poco intuíamos los españoles que, cincuenta años después de la muerte de Franco, quien iba a resucitar era Paco Martínez Soria!
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