Mala cara tiene el perro

Pedro López Ávila

Jueves, 31 de julio 2025, 19:15

Por mucho que se empeñen los que diseñan este tinglado en hablarnos de valores, es una evidencia que los mismos cambian, mutan o desaparecen en ... función a las ideologías dominantes, que son las que conforman el pensamiento y las creencias.

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Hoy, casi todo el mundo, en nuestro país, vive en perpetua irritación y desubicado, producto de la atmósfera social y política que nos rodea. Como si fuera poco enfrentarse a vivir la vida tal y como es en toda su dimensión trágica, encima nos quieren llevar por caminos que van por el borde del acantilado; es decir, los grupos de poder nos ningunean y nos dirigen a relajar nuestras creencias y nuestros valores en aras a la tolerancia, la solidaridad y otras muchas martingalas que solo forman parte de la palabrería política. La verdad moral, la verdad pura –la que no tiene fines utilitaristas o personales– ya no vale, sólo cuentan los votos.

Por mucho que se empeñen los que diseñan este tinglado en hablarnos de valores, es una evidencia que los mismos cambian, mutan o desaparecen en función a las ideologías dominantes, que son las que conforman el pensamiento y las creencias colectivas, ya tengan carácter meramente político, religioso o ambos a la vez. Por esto cuando descendemos a las situaciones concretas y vemos los gravísimos incidentes que se han producido en la localidad murciana de Torre Pacheco y en otros lugares de España, deberíamos establecer una relación conceptual con los múltiples incidentes de este tipo que se vienen prodigando por toda Europa y el mundo occidental en general. Mala cara tiene el perro.

Así las cosas, ciertos sectores de la izquierda reaccionaria hacen un análisis de la situación, reduciéndolo todo a la presencia de la extrema derecha y a su discurso de odio xenófobo racistas, etc, etc.., llegando a plantear incluso la ilegalización de Vox y, si les fuera posible, excluir algunos miembros del PP también lo harían. De esta manera, estos gobernantes de la mochila tienen mucho camino ganado, por más que los acontecimientos y los hechos digan los contrario, pues saben perfectamente que existe una brutal mayoría de la población que se traga con su silencio la barbarie –proveniente del norte y noreste de África– de muchos asesinos, violadores, y delincuentes reincidentes que entran en nuestro país sin ningún tipo de control, aun a sabiendas de que en el colectivo de los inmigrantes, el marroquí, concretamente, es el que tiene el grado mayor de implicación en violaciones grupales en España, según datos del propio Ministerio del interior. Aquí las feministas, ni rechistan, porque todo el debate en sí está envilecido.

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No se trata pues de criminalizar a los marroquíes, ni a los argelinos, ni a los nigerianos, ni a colectivos que en pateras están llegando ingentemente, entre coléricas olas, a nuestras costas, arriesgando sus vidas en busca de un destino mejor; por supuesto que no se trata tampoco de discriminar a comunidades enteras, ya que como siempre las causas que provocan estas inmigraciones masivas es económico, pues si a esta gente se les cayeran haciendas de los ojos en lugar de penuria la, convivencia sería mucho más solidaria y, por consiguiente, más plácida, ¿por qué será así la humanidad? Porque, quizá, detrás de este fenómeno aparentemente noble, honrado, magnánimo y que para el empresariado significó en su día un alivio al contratar mano de obra barata, escondía una cultura diametralmente distinta a la nuestra, es decir, una cultura teocrática y hostil a la nuestra que ahora la estamos comenzando a conocer.

No obstante, lo que duele y realmente molesta es que, aunque a estas oleadas de inmigrantes procedentes de estas zonas, no podamos exigirles que traigan una formación en los que hayan cultivado los modales como valores de la convivencia, al menos nuestros gestores deberían ejercer sus responsabilidades con unas mínimas medidas de control sobre los que entran sin regulación alguna y sobre los que diariamente cometen graves delitos –incluidos los de sangre– de extrema ferocidad, brutalidad y arrogancia, que se prodigan crecen y se multiplican diariamente en nuestro país. Quemar a una menor un joven marroquí en canarias no me parece un hecho menor, como tampoco me parece poca cosa la niña de 14 años que pudo ser violada quince veces en una localidad valenciana; en fin no hay que irse muy lejos para observar la situación de angustia y de miedo que se está viviendo en la localidad granadina de Loja con enfrentamientos entre gitanos y marroquíes, en situación ilegal estos últimos, y además, habían protagonizado otros incidentes violentos.

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El problema es que muchos de ellos ya son españoles –son generaciones nacidas en España– y se constituyen, por cualquier punto de nuestra geografía, en comunidades cerradas o en grupúsculos que se forman en los centros de acogida y a los que están haciendo ya frente colectivos vecinales que, supongo yo, no serán todos fachas, como tampoco quisiera pensar que los gitanos, con los que igualmente mantienen sus contiendas, no serán xenófobos ni racistas, pues el fenómeno arranca desde muy lejos; es decir, desde el momento en que nuestra clase política ha aceptado desde el colegio en España y en Europa una cultura teocrática y expansionista entre nosotros y, por consiguiente, se arroga la verdad absoluta frente al vicio y la degradación de costumbres del mundo occidental, que vive en pecado permanente, por ahí, ya hemos perdido la partida de forma definitiva.

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