El niño Juan

Puerta Real ·

No es una cuestión de razas o de etnias: hablamos de corazones podridos, de brutalidad, de mala gente

Remedios Sánchez

Lunes, 22 de agosto 2022, 00:07

En la zona de los montes orientales de Granada, a los pies del lugar donde Fuente Alta y el Tajo del Sol dibujan el horizonte, ... está Íllora. Es un pueblo mediano en el reborde del últimoconfín de lo que fue Al-Andalus; ni demasiado grande ni demasiado pequeño, un lugar habitable para trabajadores del campo, entre la aceituna y el garbanzo. Allí, en este pueblo tan parecido a cualquier otro en Andalucía, el otro día murió un joven bueno. No falleció de enfermedad incurable o por un accidente. Agonizó, cuando el amanecer traía las primeras luces de la alborada y los gorriones bebían el frescor de la fuente del Rosal, porque le dieron una brutal paliza en mitad de la calle, golpes que lo dejaron tendido y sangrando ante el estupor de otros chavales como él, en plena juventud y en mitad de sus fiestas. Temprano madrugó la madrugada.

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A Juan, porque así se llamaba, lo conocía todo el mundo en Íllora por su bondad; formaba parte de esas pandillas de niños (y niñas) sanos que existen aún en los pueblos y siempre tienen una sonrisa y la mano tendida para ayudar a sus mayores. O a los más pequeños. Por eso los ilurquenses, cargados de rabia y desesperación, se han manifestado pidiendo justicia para Juan; porque, cuando se les pregunta, todos afirman con la dolorida tristeza de quien ha perdido cualquier esperanza de comprender esta locura, que era un niño bueno. Todo se resume en eso: que era bueno Juan, un chiquillo alegre que debió correr las calles de la villa detrás de un balón y ahora las paseaba con su novia y los amigos en verano, cuando no estudiaba en Almería la titulación en Ciencias del Deporte de la que quería hacer la profesión para un futuro que ya no existe. Porque sucede que no todos los jóvenes son generosos y amables como Juan, que vivimos unos tiempos cada vez más extraños donde la maldad irracional y la radicalización de quienes no saben comportarse en sociedad provocan crímenes como este con una frecuencia cada vez más preocupante. Evidentemente, no es una cuestión de razas o de etnias: hablamos de corazones podridos, de brutalidad, de mala gente que quiere convertir su calle o su barrio en una escena del viejo Oeste donde campaba la ley del más fuerte, del más rápido en sacar el revólver. Lo que pasa es que los demócratas que respetamos las leyes, somos –mayoritariamente– personas de paz y no podemos aceptarlo.

Por mucho que en cada lugar existan siempre malas hierbas que vulneran la convivencia, que provocan un halo de miedo en derredor y perturban la seguridad colectiva, no hay que resignarse sin denunciarlo. Los illoreños en sus manifestaciones piden justicia, dejar de vivir con miedo y que, quienes llevan años provocando el terror, lo paguen conforme a la ley. Eso es lo que hubiera merecido Juan, no este llanto inabarcable de una madre, el horror de quien tiene que enterrar a su hijo. Manipular esa verdad que repiten el alcalde y los concejales entre lágrimas, toda Íllora unida, es perverso. Sobre todo ahora que Juan, el niño bueno asesinado por serlo, no puede pedirla y es un silencio dulce que protege a su familia desde las estrellas más altas, ésas que sólo se vislumbran desde la sierra de Parapanda.

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