Vista del Palacio Real cubierto de nieve en Madrid. Ballesteros

Año de nieves

Mi papelera ·

Nada que ver tenía aquella nieve con la de mis recuerdos infantiles, porque la miraba con cristal de otro color. Era la mirada adulta de la responsabilidad. Era la mirada crítica ante la falta de previsión política

Adela tarifa

Miércoles, 17 de febrero 2021, 23:42

Qué cierto es ese antiguo dicho: «nada es verdad ni mentira. Todo es según el color del cristal con qué se mira». Pude comprobarlo hace ... poco cuando quedé atrapada en Madrid una semana completa por la gran nevada de final de Navidad. Era imposible sacar el coche en unas calles que parecían pistas de patinaje, cuando algunas noches la temperatura nocturna bajo de los menos 12 grados. No había vivido una nevada de tal calibre desde pequeña.

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Debió de ser en la década de los cincuenta del pasado siglo cuando cayó una impresionante nevada en mi pueblo, Cádiar, al que Gerald Brenan llamó corazón de La Alpujarra. Pero claro, el cristal por donde miraba una niña las nieves era rosa. Solo recuerdo de aquello el lado positivo. Hasta que pasados unos años mi padre, el mejor maestro que he tenido para despertarme conciencia social, me hizo ver las cosas de modo diferente. Es que la nieve en años de pobreza alejaba la posibilidad de comer a muchas familias.

Mis recuerdos de aquellas nevadas de infancia dejaron sin embargo en mi una cierta nostalgia hacia el ambiente que se creaba entonces. Las chimeneas dejaban escapar olor a matanza en los días más fríos. Los niños, aunque no tan abrigados como los de hoy, salíamos a los huertos a hacer muñecos de nieve y a echarnos bolas. Incluso alguna vez ensayamos el modo de hacer un helado con zumos de naranja, de las que se criaban en los huertos. Posiblemente fue el primer helado que probé. También en días de nieves y de matanzas nos dejaban más tiempo libre para vagar por la parte baja de las casas, dedicadas generalmente a cuadras. Allí, colgando unas cuerdas en cualquier viga, nos hacían un mecedor. No había en los pueblos parques de columpios ni nada parecido. Jugábamos a ver quien daba con los pies en el techo al son de canciones populares. No olían bien las cuadras, pero hasta allí llegaban a veces aromas de arriba, del pan de horno recién hecho, galletas y mantecados caseros que se apelmazaba en el paladar. Eran los únicos que comíamos por Pascua hasta que mi padre apareció una vez con una caja de surtidos de Estepa. Ahí acabó la magia de la Navidad. Sí, creo que esos mantecados forasteros acabaron con muchas ilusiones. Fueron el ecuador hacia otra época mejor, pero no siempre más feliz. Incluso las nevadas fueron a menos desde que comíamos alfajores de Estepa y Laurita Valenzuela salía por la tele enseñando piernas. Fue por entonces, yo adolescente, cuando mi padre me contó un día lo que era pasar hambre. Recordaba las grandes nevadas antiguas, la urgencia de retirar la nieve de frágiles terraos de launa y la necesidad de contratar a un jornalero para eso. Lo habitual era pagar el jornal y darle comida en casa. Mi padre me dijo que esa comida era triste porque cuando nevaba comía el padre pero ayunaban la madre y los hijos de los pobres. La nieve era menos blanca de lo que parecía, pensé yo. Nunca lo he olvidado.

Luego hubo nevadas preciosas de juventud, como las que me pillaron en Granada, cuando estudiaba en la Facultad de Letras. En mi colegio la comida era mala pero nadie pasaba hambre ni tanto frío: tenía buen abrigo y hasta botas altas para pisar la nieve. Pero jamás vi colapsada la ciudad como pasó en Madrid el pasado mes de enero.

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La nieve caía sin descanso desde la mañana del viernes 8 de enero hasta el domingo. Los garajes y calles intransitables. Sin transporte público. Los supermercados vacíos. Infinidad de casas tuvieron cortes de agua al helarse las cañerías. Hasta los accesos a hospitales eran imposibles. Un caos casi apocalíptico reinaba en Madrid cuando salí a la calle cinco días después de la gran nevada. Las basuras lo invadían todo y las ramas de los arboles rotos se amontonaban. En las plazas los operarios municipales acumulaban en montañas negruzcas la nieve sucia. Nada que ver tenía aquella nieve con la de mis recuerdos infantiles, porque la miraba con cristal de otro color. Era la mirada adulta de la responsabilidad. Era la mirada crítica ante la falta de previsión política. Era la mirada reflexiva ante la fragilidad de los seres humanos. Era la mirada humilde de quienes sabemos que ante el poder inmenso de la naturaleza cae cualquier soberbia. Porque, como nos está demostrando esta epidemia, el mundo entero puede ser derrotado por un bicho invisible. Y cualquier ciudad puede convertirse en un inmenso estomago hambriento si queda aislada por los elementos. Por muy blanca o diminuta que sea la amenaza.

A veces jugamos a ser dioses. Y a veces alguien o algo nos para los pies. Algo tan bucólico como la nieve es un aviso. O este virus asesino. Pero parece que los humanos carecemos de capacidad para escuchar, que no es lo mismo que oír. Por eso tropezamos eternamente. Es que somos menos listos y poderosos de lo que creemos.

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