La Cuarta Pared

Una moto en el salón

«La arquitectura, como escenario, tiene la capacidad de transformar el significado de las cosas»

José Moreno

Arquitecto

Sábado, 27 de septiembre 2025, 17:58

Hay algo inquietante en ver una moto aparcada en mitad de un salón. No me refiero a una imagen publicitaria cuidada ni a una instalación ... artística preparada para la ocasión, sino a esa irrupción accidental, inesperada, de un objeto que sentimos fuera de lugar y que puede dejar una mancha de aceite en el suelo. La sorpresa, en realidad, no proviene tanto de la moto por sí misma, sino del cambio de contexto: de pronto, se convierte en una escultura, en reliquia, en algo extraño y casi absurdo. El objeto no ha cambiado, pero nuestra percepción sí.

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La arquitectura, como escenario, tiene la capacidad de transformar el significado de las cosas. Pensemos en el momento de entrar en un museo de ciencias naturales y levantar la vista hacia el esqueleto suspendido de un dinosaurio. Ese animal nunca voló; y sin embargo ahí lo tenemos, flotando sobre nuestras cabezas. La escala colosal, la suspensión imposible y el entorno inmaculado del museo lo convierten en un objeto casi sagrado, despojado de su condición de ser vivo.

Aunque parezca mentira, hoy en día podemos ver un deportivo aparcado en el piso 23 de un rascacielos de Miami. Solo a los millonarios se les ocurre subir estás máquinas en ascensores especiales para exhibirlas ante sus amigos, logrando un efecto de descontextualización parecido al de los esqueletos suspendidos de aquellos seres que dominaron la Tierra hace 65 millones de años. Un coche, en la calle, es puro transporte; en el salón, elevado sobre la ciudad, se convierte en un tótem. Su escala, desmesurada en un espacio doméstico, rompe la rutina y obliga al espectador a mirarlo con otros ojos.

Tendemos a asociar los elementos con entornos concretos: una mesa en el comedor, un coche en el garaje o una jirafa en la sabana. Cuando algo sale de ese guión, lo objetivamos, lo sacamos de su función utilitaria y racional para convertirlo en otra cosa: un artefacto, un símbolo, una pieza de museo. Es el poder del cambio de medio, pero sobre todo de la escala: la relación entre el tamaño del objeto y el lugar que lo contiene.

La arquitectura juega constantemente con esa tensión. Recordemos el pabellón de Mies van Der Rohe en Barcelona, donde una simple escultura de mármol se convierte en el centro absoluto del espacio gracias a su colocación estratégica y su proporción. O el Guggenheim de Bilbao, donde una araña gigante de Louise Bourgeois, plantada junto al río, altera nuestra percepción del entorno: no vemos solo un puente y un museo, sino un escenario habitado por presencias desproporcionadas.

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La emoción que generan estos desajustes es, en el fondo, la materia prima de la que se nutre la arquitectura. El asombro de lo inesperado, la intensidad de lo incongruente. Una moto en el salón no es solo un error práctico, también es un elemento plástico. Un recordatorio de que los espacios no son neutros y de que las cosas pueden resignificarse.

Quizás por eso la escala es una de las cuestiones centrales de nuestro oficio: porque no se trata únicamente de medir, sino de emocionar. Una puerta demasiado alta nos hace sentir pequeños; un techo bajo nos obliga a agachar la cabeza; un objeto fuera de lugar nos saca de la costumbre. En ese juego de proporciones y escenarios, descubrimos que la arquitectura no solo construye espacios, sino también percepciones.

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Al final, todo depende de dónde coloquemos la moto.

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