Ilustración: José María Guadalupe

Morente y Cano, el cante y el canto

Crónicas granadinas ·

Una noche, aprovechando que como siempre, yo dormía, de paso, en el hotel Nazaríes, me enviaron, los de la familia Morente, una nota escrita a mano, dándome las gracias «por todo lo bien que escribía de la Casa»

Sábado, 19 de diciembre 2020, 23:17

La semana pasada se me fue el santo al cielo. Me explico. Porque nuestra relación es más que de papel, es la de un hermanito ... con otro, hermanico o hermanica, que no se guarda secretos. O sea, que yo les cuento cada semana, desde hace no sé cuántos años, aprovechando que es domingo, y la generosidad de este periódico que me lo permite, el irles contando mis cosas, a mi aire, mis duelos y mis quebrantos, todo lo que me pasa, lo que me falta y lo que me sobra, mis dolores, muchos, mis amores, pocos, los justos, y ahí vamos en esta especie de confesión, a entraña abierta, de la que vamos saliendo, gracias a Dios, y sobre todo a su generosidad, para conmigo.

Publicidad

Vale.

Bueno, viene todo esto a cuento, nunca mejor dicho, porque debo pedir perdón, también cuando me equivoque, cosa que me ocurrió la semana pasada, cuando envié la crónica sobre Julio Iglesias, tan hermosamente ilustrada por Guadalupe, aprovechando la actualidad de la venta de sus parcelas de Indian Creek, en Miami, a un miembro de la familia Trump. Me pudo más la actualidad general y lo rosa, el oropel, que en lo que debía haber estado. Así que hoy canto la gallina, porque el domingo pasado debí recordar a Enrique Morente, que hacía diez años que se nos fue, y como todos los santos, los héroes, los genios, los dioses, que de las cuatro cosas tuvo, y se me olvidó.

Así que hoy y para empezar, sombrero en mano, entro la crónica, como dice el pasodoble, para rendir homenaje a ese inmenso monstruo que lo es, lo ha sido y lo va a seguir siendo, esa voz bronca, única, sincera, verdadera, la mejor voz después de Camarón de la Isla, si es que no al par, como dicen los historiadores de lo flamenco, de don Enrique, que además no necesitó ser gitano del todo, aunque eso sí, nacido allí arriba, en el hueso de la almendra amarga de lo jondo, voz verdadera, auténtico nuestro, patriarca de una familia de artistas que han heredado de su sangre lo mejor y el tuétano de su hueso. Debo añadir a todo este largo prólogo emocionado, el que, como bien recordarán los suyos, servidor, estuvo en la Sociedad de Autores, en el palacio de Gaudí, en Madrid, aquel día de luto inmenso, cuando estaba el genio de cuerpo presente, y pasé mi temblorosa mano por encima de la caoba brillante que guardaba su cuerpo dolorido aún y su alma inmortal. También se me viene a la memoria que en la tarde del escalofrío besé de urgencia a su esposa, a su hija Estrella, y que más tarde escribí a tope de este grande de España y de su mensaje, que continúa, más fuerte y más jondo si cabe, que ya se ha convertido en leyenda. Se han dicho de Enrique tantas cosas estos días que aquí me tienen, haciendo incluso de eco, pero eso sí, rindiendo tributo como granadino, y como cronista sentimental de Granada, a una historia irrepetible aunque ahora multiplicada por sus hijos. Sí que quiero decir que hace poco en Canal Sur, en el programa de Juan y Medio tuve el honor, el amor, sobre todo, de entregarle el premio que lleva mi nombre, a la esposa de Enrique, tan importante en la vida del cantaor, a la par que por deseo suyo, grabé unas palabras para esa Soleá Morente, formidable, genial, que canta como su padre y que tiene la raza y la verdad en su boca como la gente de su casta. Granada, sí, Granada, le debe un homenaje, pero un homenaje-homenaje a este impar talento y talante de Granada, que merece además de una calle, claro, o una plaza o placeta, un premio tipo el de Lorca, que lleve su nombre.

Una noche, bien que lo recuerdo, aprovechando que como siempre, cuando la pandemia no había enseñado el colmillo, yo dormía, de paso, en el hotel Nazaríes, me enviaron, los de la familia Morente, una nota escrita a mano, dándome las gracias «por todo lo bien que escribía de la Casa». Tiempos aquellos, porque empecé a cantar y a contar de él, y en consecuencia de Ellos desde que supe de su enorme fuerza, y me quedé con la gana todavía no desechada del todo, de un día acercarme a un almuerzo en su casa del Albaicín, que según me han dicho, los que han tenido la suerte de conocerla por dentro, es un sitio único, lleno de la voz, rota, de cántaro, profeta de la verdad, insisto, genio nuestro, que me gusta verlo en las fotos, ya daguerrotipos, caminando por las calles de piedra del Albaicín profundo, que por otro lado, ahora mancillan un día sí y otro no, y eso que está ahí dentro defendiéndolo ese titán de la Puerta Real, que es Tito Ortiz.

Publicidad

Por cierto, creo que no había escrito un párrafo tan largo, y sin un punto y seguido desde hace no sé cuanto tiempo, cosa que hacía sin que le temblara la muñeca, don Gabriel García Márquez, dejando siempre un diamante, entre la hojarasca, cosa que de cuando en cuando intento sobre todo, desde aquel día que en el aeropuerto me gritó, cuando volvía con el Nobel en la mochila, sin desnudarse del liqui liqui con el que recogió el gran premio.

¡Oye, granaíno, que no se te olvide que mi pueblo no se llama Macondo, sino que su nombre, donde tú estuviste, se llama Aracataca!

El corazón herido

Y luego, pues que ayer hizo más años, veinte, también número redondo, lo que merece un tratamiento especial, que estalló el corazón herido, casi siempre herido, de nuestro Carlos Cano, que aquella noche, de madrugada, como siempre, me despertó con su voz de alhelí, cantando, cómo no, 'María la portuguesa'. Otra fecha en el recuerdo que no quiero hoy caer en el olvido, para aquí traer a la memoria viva de un granadino, también de la casa de los Granadí con acento en la i, que cantó mejor que nadie lo suyo, que si Enrique, don Enrique, fue el cante por excelencia, este, Carlos, fue el canto, la copla en estado puro, a veces también duro, porque conocía, y sentía, como pocos, como nadie, las cuatro, quizá cinco, verdades de lo flamenco.

Publicidad

Una noche, en Buenos Aires, en la calle Hipólito Irigoyen, cuerpo a cuerpo, con Miguel de Molina, como ya he contado más de una vez, y donde hablamos tanto y tan tristemente de Granada, «donde me dieron unos falangistas, de los que mataron a Federico, una de las palizas más grandes que por maricón me habían dado en mi vida», bueno, pues, don Miguel, medio llorando, con su tumbaga episcopal, su sombrero como si fuera a salir a cantar, su pañuelo de seda al cuello, me confesó:«Eso sí, quiero que sepas que te debes sentir orgulloso como granadino, porque ahí está ese niño alto y guapo, que se llama Carlos Cano, y que canta lo que canta como nadie lo canta… Díselo de mi parte si algún día tienes la suerte de verlo personalmente».

La tuve, y creo que se lo dije en su día, antes que el corazón, tal día como hace veinte años ya, se le rompiera en el pecho. También me dijo, que ya lo he contado muchas veces, a la puerta del Churrasco de la Judería de Córdoba, desde lo alto de su chaleco de veinte botones, su aire de jeque tunecino en el exilio, viéndome desde su alféizar y desde lo alto aquello de: «Paisano, Escolástico, que me acabo de comprar una casa en Sevilla con una de esas palmeras de las que a ti tanto te gustan…».

Publicidad

Divino Carlos, inolvidable, siempre cercano. Si Enrique fue la voz de piedra, éste es la de hiedra y que cuando escribo para este domingo acaba de hacerme sollozar recordándolo.

Así que he lanzado al aire la moneda de mi memoria. Cara, Enrique Morente, cruz, nunca mejor dicho, Cano. Y ha caído de canto. Los dos perfiles al aire, vaya milagro, imposible en una sola página, guardar, contar, cantar, dos ángeles tan grandes y, sobre todo, tan necesarios. En este tiempo de tanta miseria bueno es poder presumir a gritos que lo escrito escrito queda de estos dos paisanos tan grandes y tan nuestros.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad