La indiferencia ante la muerte diaria
«La raíz del problema no está solo en quienes se lucran con la miseria, sino también en la falta de vías legales y seguras que permitan a esas personas buscar una oportunidad»
Cada amanecer en el mar de Alborán arrastra consigo una historia que pocas veces conseguimos escuchar y casi nunca miramos de frente. Porque las olas ... borran los rastros de quienes no llegaron a tocar tierra, porque la brisa que acaricia las playas de Almería y del resto de Andalucía esconde bajo su aparente serenidad los gritos ahogados de cientos de personas que se entregan a un mar que en sus mapas es ruta y en su destino acaba siendo, sin embargo, su tumba. Y también porque preferimos taparnos los ojos frente a una realidad incómoda, desagradable y cuyo espejo nos devuelve un rostro al que no queremos mirar a la cara. Nuestro mar acumula tragedias suficientes como para subrayarnos cómo sus aguas son la frontera más letal de Europa. Y, sin embargo, la rutina diaria de nuestras ciudades y pueblos continúa prácticamente sin alterarse, como si ese horror sucediera al otro lado del globo, como si no ocurriera en las puertas de nuestras casas.
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Los datos son insoportables y sin embargo se repiten con la frialdad de una estadística. Caminando Fronteras, una organización humanitaria que trabaja los efectos perniciosos de las migraciones y conecta a migrantes y a sus familias trata de poner cara a un fenómeno oculto bajo la inexistencia de registros. En 2024 murieron o desaparecieron 10.457 personas intentando llegar a España por mar, el año más mortífero del que se tiene registro. Solo en los primeros cinco meses de 2025 ya se habían contado 1.865 muertes, entre ellas 342 menores. La cifra recoge aquellos casos de los que la oenegé tiene constancia. Pueden ser más.
En el caso del mar de Alborán, las cifras se diluyen dentro de balances globales que evitan poner nombre propio a esta fosa líquida que cada año engulle vidas enteras. Y es precisamente ese anonimato el que permite que la tragedia se vuelva rutina, porque no hay rostro ni biografía que interrumpa nuestra indiferencia, solo números que se acumulan en los márgenes de nuestras páginas de información. Las últimas semanas se han encontrado solo en Almería nueve cadáveres flotando, presumiblemente de una patera hundida en el mar.
«Cada patera que se hunde en el mar de Alborán es una derrota colectiva, un fracaso de Europa»
Lo más hiriente no es únicamente la magnitud del drama, sino la impasibilidad con la que lo acogemos. Nos hemos acostumbrado a convivir con la muerte a pocos kilómetros de nuestras costas y hemos aprendido a esquivar la mirada porque resulta más cómodo pensar que se trata de un problema ajeno o, peor aún, de una consecuencia natural de la llamada migración ilegal. Pero no lo es. Cada cuerpo que no regresa es la prueba más palpable de que algo en nuestra manera de gestionar las fronteras, la cooperación internacional y la acogida humanitaria está profundamente roto. Lo que para nosotros es un número en un informe, para las familias que esperan al otro lado es un hijo que no vuelve, una madre desaparecida, un hermano perdido sin tumba a la que llevar flores.
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Es indudable la necesidad existente de luchar contra las mafias que explotan la desesperación de quienes huyen de la pobreza o de quienes escapan de la guerra, y es evidente que ese combate es más que nunca urgente a la vista de la evolución de estas organizaciones mafiosas, pasadas ahora a embargaciones de alto caballaje que funcionan como taxis entre ambas orillas de nuestro mar. Son redes criminales que comercian con la vida humana. Pero reducir la política migratoria a esa batalla es tan insuficiente como injusto. La raíz del problema no está solo en quienes se lucran con la miseria, sino también en la falta de vías legales y seguras que permitan a esas personas buscar una oportunidad sin tener que subirse a una patera a oscuras, sin chaleco salvavidas y con la certeza de que quizá no sobrevivan a la travesía. Sin permisos de trabajo accesibles o programas de reasentamiento reales, sin expectativas económicas en sus tierras de origen, con guerras latentes, los traficantes seguirán siendo la única puerta de entrada para miles de personas desesperadas.
La respuesta institucional es limitada. Se construyen narrativas que hablan de flujos, de avalanchas, de presión migratoria, de 'MENAS' (sí, así llaman algunos a niños o bebés sin amparo familiar), términos técnicos que deshumanizan a quienes viajan en esas barcas. Pero lo que necesitamos es una mirada más amplia que reconozca en cada migrante a un ser humano antes que a un número, que entienda que detrás de cada embarcación hay un cúmulo de historias de hambre, de persecución, de violencia. Si seguimos mirando solo desde la óptica del control, nunca entenderemos que la migración es un fenómeno humano y no un delito.
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La humanidad que reclamamos a quienes gestionan lo público y a todos nosotros como ciudadanos no debería ser un gesto extraordinario, sino el punto de partida de toda acción administrativa. Humanidad para comprender que nadie se embarca en un viaje así si no está empujado por la necesidad, por el hambre, por la persecución, por la violencia. Humanidad para aceptar que quienes arriban a nuestras costas no son una amenaza, sino personas que buscan la vida donde la guerra o la miseria se la negaron. Humanidad para abrir caminos legales de entrada que eviten la ruta mortal, para acoger con dignidad y no solo con protocolos, para acompañar con caridad, con compasión y con solidaridad. Porque la frontera no puede ser una excusa para la indiferencia, ni el mar un vertedero de vidas anónimas.
Cada patera que se hunde en el mar de Alborán es una derrota colectiva, un fracaso de Europa, de España, de nuestras instituciones y también de nosotros como ciudadanos que aceptamos que la tragedia se repita una y otra vez sin alterar nuestras rutinas. No basta con condenar a las mafias si al mismo tiempo no construimos alternativas. No basta con proclamar discursos de seguridad si no nos atrevemos a hablar de justicia y de dignidad. No basta con recoger cuerpos sin preguntarnos qué más podríamos haber hecho para evitarlo. La indiferencia, disfrazada de impotencia, se convierte en complicidad.
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El mar de Alborán seguirá siendo frontera, pero puede dejar de ser fosa si nos atrevemos a cambiar la mirada. Si dejamos de hablar de migrantes y hablamos de personas. Si dejamos de esconder la muerte bajo cifras y contamos historias, nombres, biografías truncadas. Si exigimos a la administración que la política migratoria no sea un muro que burlar sino un puente transitable. Porque en la forma en que tratamos a quienes llaman a nuestras puertas se mide no solo la eficacia de nuestras instituciones, sino también la dignidad de nuestra sociedad. Solo entonces podremos mirar de frente a ese mar y no sentir que nos devuelve, con cada ola, el reflejo de nuestra indiferencia convertida en culpa.
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