Cuando amanezca

El miedo, sostenido en el tiempo, alimenta reacciones incontroladas y termina por revolverse contra quien lo instó, cuando es descubierto en su trama miserable

Miguel Ángel de la Rosa Restoy

Lunes, 3 de noviembre 2025, 23:06

Se alcanza un momento en que la sociedad, agitada por el miedo, se manifiesta en direcciones imprevistas. El político profesional no duda en pulsar ese ... mecanismo, cuando pretende la parálisis controlada o la sumisión obediente ante decisiones que, de otra forma, jamás aceptaríamos. Tal vez sea el más poderoso instrumento de que dispone el poder para dirigir las voluntades, pero jamás en la Historia su uso resulta inocuo. El miedo, sostenido en el tiempo, alimenta reacciones incontroladas y termina por revolverse contra quien lo instó, cuando es descubierto en su trama miserable. Pero para ese momento ya es tarde y el daño provocado por el miedo causal se traduce en comportamientos tan ruines que terminan por ensombrecer generaciones enteras.

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La tendencia a la reacción no es patrimonio exclusivo de ninguna sociedad, ni de ningún momento concreto, es el primer umbral que cruza el descontento mantenido y la desilusión constante. La pérdida de referentes sólidos en lo intelectual, en lo político, en lo económico, desemboca en una búsqueda de tiempos mejores que, paradójicamente sólo sabemos ver en el pasado.

Si desaparece la confianza en quien manda, se rescatan nombres del pasado sinónimos de honestidad. Si no hay forma de llegar a final de mes, se busca en la memoria hasta encontrar los años de holganza. Si encontrar vivienda se convierte en un drama, se añoran planes estatales que mal salvaron de la intemperie a familias sin recursos. Por supuesto que el consuelo en lo extemporáneo es tan falso como inútil. El pasado fue un instante que se resolvió en el futuro que ahora es nuestro presente. Cada momento se consume en su propio afán y el nuestro no fue el que pasó, sino éste que está ocurriendo. Las fotografías de la memoria ocultan lo ingrato y lo miserable del tiempo que registran y el recuerdo mutila el dolor y la pestilencia que la realidad sufrió.

Hace tiempo que algún cerebro brillante propuso rebajar a los dieciséis años la edad mínima para votar. Tal vez convencido de que su impostada defensa de causas animalistas, transhumanistas, ambientalistas, lenguajes inclusivos, identidades de género y tantas otras de invención semejante, era suficiente para asegurar el seguidismo juvenil al partido que, a falta de causas mejores, había hecho de ellas su bandera identitaria. Evidentemente se equivocaba. Lo demostró al silenciar la propuesta y dejarla enfriar en el congelador de los despropósitos. Sin duda, era más rentable a sus intereses electorales seguir fiándolo todo a los «boomers», esa generación social que seguirá votando con disciplina marcial cualquier cosa que provenga de las siglas heredadas, aunque con ello traicione sus propias convicciones o le represente vivir una esquizofrenia intelectual. Jamás dejarán de elegir aquello que simboliza la lealtad a sus mayores, como si al hacerlo estuvieran pagando una deuda inmaterial que nunca acaba. Ese sentimiento, esa honda culpa por haber sido beneficiarios del sufrimiento de sus padres, esconde la cobardía de las generaciones acumulativas; las que no necesitaron rebelarse ni arriesgar la juventud en pos de ningún ideal, generaciones sin utopía ni sueño. Generación que en su infancia merendaba en la comodidad de una prosperidad económica y una expansión de la clase media que garantizaba el curso de la vida sin más sobresaltos que las disputas hogareñas. Generación que en España alcanzó la democracia como tránsito natural, sin más estridencias que las del vocerío callejero de los partidos que pugnaban por acceder al nuevo orden del poder.

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A ese grupo, al que tantos pertenecemos, nada le debe la Historia sino haber disfrutado del regalo democrático con inconsciencia pueril, tomando por natural lo que realmente es privilegio. De ese desprecio, la dejadez con la que hemos dejado deteriorarse el juguete, hasta que se ha hecho inservible en manos de políticos mediocres, vividores del sistema, pedantes de parvulario, corrompidos hasta el punto de chantajearnos con un pasado que jamás volverá o con una pensión de jubilación con la que poder alimentarnos, cuando ya no dispongamos de fuerzas para seguir costeándoles la vida con el dinero de los impuestos.

El futuro no consiste en renovados fabianos aferrándose a un trasnochado ideal, ni de nostálgicos de dictaduras que ya nadie recuerda. La melancolía de un tiempo muerto sólo sirve para agitar fantasmas, jamás para alimentar auténticas ilusiones. Peor aún si lo que se pretende con ello es justificar un error o una falta cometidos antaño o excusarse por no haber impedido que la podredumbre creciera, a cambio de disfrutar de una vida inmerecida. Es tarde para recomponer con esparadrapo la dignidad que jamás se apreció o se tuvo. Sólo queda confiar en que una generación venidera, con nueva sensibilidad vital, con eso que Ortega llamó filosofía beligerante, se desengañe del artificio que le entregaron sus padres, se aferre a la verdad que proporciona el pensamiento crítico, abomine de la ignorancia y abra el camino de una esperanza que los forje a sí mismos. Pero no nos engañemos, si algo confirma nuestro pasado es que sólo sabemos conjurarnos a golpes de sangre y fuego, de violencia definitiva sobre lo intolerable. Bajar a los infiernos para convencernos de que sólo la voluntad y la inteligencia nos libran de nosotros mismos. El momento llegará inevitablemente y, cuando ese día amanezca, buscaremos desesperadamente metáforas que nos sirvan para entenderlo.

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