Este verano no va a producir la inconsciencia social programada de otros veranos. Ni las vacaciones judiciales, añadidas a la firma del acuerdo entre los ... dos principales partidos políticos para repartirse la designación de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, ahogarán los comentarios, ralentizarán los periódicos o adormecerán la locuacidad de los que se sienten compelidos a narrar cada movimiento judicial como comentaristas deportivos. Como si jueces y magistrados corrieran la banda de un imaginario campo buscando centrar un imaginario balón legal con el que marcar gol a un equipo contrario. En la lentitud reactiva de la judicatura ven sus miembros una virtud que en los comunes provoca exasperación, que nunca será lo mismo dictar sentencia que esperarla. Menos veloces serán aún en reaccionar a asuntos que les atañen a ellos mismos institucionalmente como Poder del Estado. Y no se confunda esa lentitud con el retraso judicial, porque lo segundo viene siendo una estratégica ausencia de medios físicos con los que los gobiernos castigan a los contribuyentes, aniquilan a los abogados y degradan a la Justicia convirtiéndola en parodia de sí misma. Pero ese asunto es para otra reflexión, no ésta.
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Desde el año 1985, los partidos políticos mayoritarios han maniobrado en el Poder Judicial con la oscura pretensión de que, llegado el momento en que un órgano judicial pudiera exigirles responsabilidad, gozaran del mayor privilegio posible en el enjuiciamiento y su resolución. Las formas en que se ha hecho creer a la ciudadanía que ese tratamiento desigual ante la Justicia era garantía de democracia han sido tan variadas como inspirados anduviesen los políticos de turno. La realidad cruda es que, asumido sin discusión que sea el Tribunal Supremo el que haya de enjuiciar los actos cometidos por parlamentarios, senadores y miembros del gobierno, sólo era necesario influir en el nombramiento de magistrados de ese Tribunal para asegurar el privilegio. Para ello, bastaba con hacer que el Consejo General del Poder Judicial, que nombra a los magistrados del Tribunal Supremo, estuviese integrado por simpatizantes de los partidos políticos. Le ecuación no puede ser más simple.
Durante casi cuarenta años, esa ecuación mantuvo en un equilibrio aparente. La judicatura procuraba no cruzar el umbral de cierta decencia profesional y los políticos forzaban el mecanismo hasta el límite de su resistencia legal. Anecdotarios aparte de jueces-estrella y de presidentes de gobierno abrazando amigos convictos a las puertas del Supremo o enviándoles mensajes al móvil de ánimo y resistencia.
En casi cuarenta años, se ha venido respetando el guion del cuestionable acuerdo pero que, entre su apariencia de moralidad y la indiferencia social, servía a todas las partes. El límite era claro: presionar a los jueces sin escándalos pero, una vez dictada sentencia, aceptación y acatamiento. Por mucho que a Montesquieu se le diera por muerto, la independencia del Poder Judicial no era asunto cuestionable. Hasta la nación española podría ser un «concepto discutido y discutible», pero no la independencia de jueces y tribunales.
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Sin embargo, la grosera y psicopática manera de entender el poder de los últimos años ha venido a añadir un elemento de distorsión en la convivencia que sobrepasa cualquier mesura y cualquier decoro. No se trata ya de enjuiciar excesos en ese aceptado juego de corruptela y sorda corrupción que la política y el poder conllevan, se trata de enjuiciar rebeliones y sediciones, de terrorismo en las calles, de negociaciones rayanas en la traición, de políticos sentenciados por el propio Tribunal Supremo por malversación de caudales públicos, se trata incluso de ciudadanos comunes que a la sombra de quien ejerce el poder y aprovechando su amparo cometen presuntamente actos delictivos. Alcanzado este nivel, ya no sirve el mecanismo que hasta ahora servía, porque, aun criticable, estaba pensado para una discreta actuación que no conmoviera los pilares de la convivencia y del propio sistema. Llegados a este marasmo de despropósitos, todo vale. Vale que se denuncie a jueces por sus nombres y apellidos en el parlamento o en ruedas de prensa acusándoles de prevaricación por el mero hecho de aplicar las leyes que esos mismos que acusan han aprobado. Vale que se les investigue la vida privada buscando desprestigiarles en lo personal. Vale que se les atribuya una ideología u otra, dividiendo la opinión pública a favor o en contra de las sentencias, decidiendo si son de 'izquierdas' o de 'derechas'. Vale que se retuerza hasta el paroxismo al Tribunal Constitucional para que se convierta en órgano superior jerárquico del Tribunal Supremo y le obligue a anular sus sentencias, cuando éstas se dictan en contra de políticos del partido que preside el gobierno de la nación.
No se odia sino aquello que más se teme. Por eso se odia al único poder del Estado que sirve de límite y última garantía. Porque, ejerciendo su función conforme a los principios que lo informan –independencia e imparcialidad–, exige responsabilidades a quienes querrían vivir eternamente acomodados en la impunidad. Den un golpe de Estado, pierdan centenares de millones de euros en actuaciones inconfesables o simplemente dirijan másteres universitarios sin ser siquiera licenciados.
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Alcanzado este punto, la cuestión es si los propios jueces dirán algo. Si, en contra de su tradicional silencio, apenas roto con un par de comunicados tímidos y no siempre oportunos, harán oír su voz, que es nuestra voz, que es la voz de la propia Constitución. En coherencia con el viejo aforismo de que los jueces sólo han de hablar solamente por sentencias y autos, el Tribunal Supremo ha dictado auto elevando cuestión de constitucionalidad al Tribunal Constitucional contra la Ley de Amnistía por vulneración del derecho de igualdad y el principio de seguridad jurídica. El órdago no es menor y lanza la pelota al tejado del mismo órgano que hace pocas fechas le afrentó con la anulación de las sentencias de los ERE de Andalucía. Al menos una reacción, un envite directo que provocará reacciones airadas y enfrentadas.
La sociedad española por entero recibe ese mismo envite. No se puede seguir viviendo en la pasiva esperanza de que las circunstancias cambien, que el gobierno cambie, que unas elecciones otorguen la apariencia de un cambio que realmente nunca llega. Los políticos, de cualquier partido, de cualquier momento, han dejado clara su apuesta y con ella su ambición. Los jueces han de ser meros funcionarios que apliquen las normas que los políticos decidan, sin interpretación, sin más criterio que complacer al poder en el logro de sus fines. Conseguir la extinción de cualquier aparato que otorgue a los ciudadanos censura y protección ante quien mande, del último instrumento útil para salvaguardar a la sociedad contra el despotismo destructivo de sus más fundamentales instituciones. Al paso dado por el Tribunal Supremo habrán de seguir otros, desde todas las instituciones e instancias, medios de comunicación, colegios profesionales. Desde todas las conciencias, en fin, que sigan albergando un mínimo de decencia constitucional.
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