Nada más inútil que un político innecesario. Nada más peligroso, nada más costoso. La maquinaria política provoca gestores de la nada, gerentes de las sombras ... y, más ofensivo aún, necesidades ciudadanas desconocidas que sólo el profesional de partido sabe ver y, proverbialmente, resolver. Y sin embargo, a cualquiera de ellos que prometa la gloria de una ganancia futura, le seguimos como rebaño agradecido en la esperanza de recibir de su mano aquello que, por la nuestra, nos sentimos incapaces de alcanzar.
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Tal vez sea condición ineludible, consustancia de nuestra naturaleza de seres sociales. Cual sea la causa, el resultado es el mismo. Mediante la aceptación y el aprendizaje de ideologías, mediante la asunción de pensamientos complejos que otorguen apariencia de virtud, pretendemos envolver lo que simplemente es codicia para presentarla ante los otros como pulsión de una excelencia de la que generalmente carecemos.
Sin duda, se han dado y se darán mentes prodigiosas, personalidades brillantes de capacidad intelectual abrumadora, personajes que marcan en la historia de la humanidad fronteras morales de generosidad y altruismo muy difícilmente imitables. Pero esos, en la medida en que nos confrontan con nuestras más oscuras realidades, los celebramos lo imprescindible y los invocamos en casos de extrema necesidad. Nos interesan más los que navegan en la medianería parda, los que presiden la mediocridad que nos identifica y a los que magnificamos sin pudor para reconfortar nuestras propias miserias. Figurones santificados por la moda o la conveniencia del tiempo escueto en el que resultan útiles y nos proporcionan coartada suficiente para nuestra natural villanía. Ídolos a precio módico, que no nos exigirán sacrificio alguno, ni por imitación ni por convicción. Bastará con alimentarles su vanidad con la nuestra, su presupuesto con el nuestro, su ignorancia con la nuestra.
Los campeones modernos de la futilidad que tanto admiramos, ejercen su función componiéndonos programas de gobierno que jamás se cumplirán, predicándonos consignas que jamás se lograrán o dictándonos necesidades que jamás se saciarán. Un baratillo de dogmáticas asequibles que nos otorgan argumentos ante los demás y nos proporcionen criterios para vivir sin estridencias y consolar nuestra penuria. Sociedad blanda, líquida, fugada de todo esfuerzo ético, que elige los atajos sin dignidad y sustituye toda libertad por una materialidad tecnológica. Sociedad infantil que se resiste a la madurez aferrándose a sus juguetes.
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Herederos de revoluciones imposibles, de filosofías soberbias que disolvieron la condena mitológica en el ácido de la razón, de pensadores titánicos que nos marcaron el camino de la dignidad, dilapidamos el esfuerzo de generaciones para alquilar esta indolora existencia dirigida y programada. Una vida por delegación en virtud de la cual comprometemos nuestra libertad, nuestro progreso, nuestra moralidad y nuestra ambición humana, a cambio de permanecer en divertida indolencia. En esa delegación han encontrado otros el objeto de su empresa y la vía de su beneficio. Terceros que deciden el cuándo y el cómo de nuestros impulsos y nuestros momentos. Terceros que recrean un universo de realidades paralelas y que nos inducen, conducen u obligan a comportamientos y actividades que sostengan el tinglado al que denominan gobernanza.
Economía, seguridad, vivienda, justicia, cultura. Nada queda fuera de su mecanismo director. Hasta la íntima esfera del comportamiento se regula y se limita en función de las directrices de un pensamiento diseñado por y para los que viven de nuestra obediencia. La intrincadísima maquinaria normativa, elaborada por quienes para sí se otorgan estratégica anarquía con la que evitar responsabilidades, ahoga cualquier pregunta, cualquier reclamación, cualquier reivindicación, cualquier protesta. Lo mismo para pedir una ayuda para sobrevivir a la ruina de una riada que para vertebrar la actividad cultural de un pueblo, de una capital o de una provincia. Todo pasa por su rectora organización de la existencia, su estratégica administración de lo ajeno. Nacen de ahí las prebendas, los momios y cuantas canonjías esperamos con éxtasis propio de quien aguarda ser premiado por la graciosa generosidad de esta nueva nobleza, de esta aristocracia de bambolla adueñada de nuestra soberanía en virtud de democrática fórmula.
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Nacen las sinecuras y con ellas los pícaros que las persiguen. Los menos torpes, los que conocen las rendijas por las que colarse en la misma maquinaria sin alterarla, los que saben el método de halago que la corrupción exige, alcanzarán el premio y sumarán a su nombre el esplendor de una gloria pareja a la ignorancia de quienes la reverencien.
El resto, los comunes que dudan y esperan que algún beneficio les llegue de tanta propaganda, se conformarán con lo que les alcance, sea una capitalidad cultural o un reasfaltado de su calle. Cualquier mejora que les permita repintar la fachada de sus negocios o iluminar con más voltaje el cristal de sus escaparates. Un paso más en la nada de ciudades que se desmayaron sobre su monumentalidad y han ido perdiendo el lustre en economías de rentas y universidades perdidas, que fiaron el futuro a la espuma de un pasado amortizado tantas veces que ya es sólo estampa de almanaque.
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Cinco años por delante. Prometamos, recuperemos nombres añejos, reivindicaciones olvidadas, demos la oportunidad a los gestores munícipes de aparentar osadía y capacidad, vivamos una vez más, otra vez, la farsa de la ilusión programada, que jueguen su partida los tahúres de siempre. La ciudad en silencio, calculadora en mano, sumas, restas, divisiones. Subtotal parcial: 2031.
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