No podría haber elegido mejor semana que esta para disfrutar y, por qué no decirlo, también sufrir con una serie televisiva, titulada como esta pieza ... que ahora leen. Creada y escrita por Bob Pop, escritor y crítico televisivo –entre otras muchas dedicaciones intelectuales–, está inspirada en su propia vida, aunque dejando volar su imaginación entre la ficción o la fantasía. Pero ya desde el propio título se puede comprobar la incorrección y la valentía, además de la calidad, que contiene este producto televisivo producido por El Terrat de Berto Romero, Andreu Buenafuente y Xen Subirats.
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Bob Pop, nacido en 1971, desgrana la dura realidad de un chico de pueblo que comienza a descubrir su sexualidad en un entorno y una época tremendamente adversos para la comunidad LGTBIQ+. Salvo su abuelo y un par de amigas, sus años escolares y universitarios transcurrieron entre vejaciones, insultos e incluso una violación. Quizás su salvación fuera el amor incondicional de esas contadas personas y, sobre todo, su brillo intelectual. La capacidad para elevarse sobre aquel mundo hostil y observar la belleza que también lo habitaba, con la clarividencia de un lector empedernido, un gourmet de las modas y un observador impenitente.
Tras ver la serie, he procurado leer sobre el personaje real, y también escucharle en las muchas entrevistas que le han hecho estos días. Me ha llamado la atención su sonrisa perenne a pesar de la enfermedad que le tiene postrado en una silla de ruedas: la ELA; cuya génesis también se toca en los últimos capítulos. Bob Pop es un hombre que transmite buen rollo, que mira a la vida –la suya propia y la de los demás– desde la luz, desde un optimismo mesurado por la razón. Los que le rodean, sobre todo Candela Peña, la actriz que encarna a su madre como ese ser castrador y carcomido por las inseguridades y el egoísmo, posan sus ojos en los de Bob con un amor y un orgullo que solo merecen las personas buenas en el más amplio sentido de la palabra.
Pero les decía al comienzo que no había ocasión mejor para ver 'Maricón perdido'. Días en los que hemos podido comprobar cuán lejos estamos de la igualdad real, del olvido de los prejuicios y de pleno desarrollo de la moral y la ética democráticas. El Gobierno de Hungría, país socio de pleno derecho de la Unión Europea, ha prohibido cualquier referencia a la homosexualidad en las escuelas, equiparándola con la pedofilia. Y, con las críticas de boquilla de los líderes europeos –socios de Viktor Orbán– y de buena parte de la población, la UE se debate entre si son galgos o son podencos para poner en su sitio a semejante personaje. Las cabezas visibles del club se la cogen con papel de fumar para verbalizar epítetos que muestren incomodidad, pero sin enfadar demasiado al 'machirulo' centroeuropeo –íntimo del Cid de barataillo español–.
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Y luego está la UEFA. Sí ese órgano que a duras penas ya bombea la sangre del deporte europeo más homófobo y racista. De los ataques a jugadores en los estadios –e incluso de sus mismos compañeros– por el color de su piel tenemos ejemplos temporada tras temporada. Claro, al menos el rostro está a la vista de todo el mundo, razón por la cual es fácil encontrar objetivo para descerrajar un insulto racista. Es mucho más complicado encontrar al 'maricón' con el que cebarse. Fíjense que hay más de 600 futbolistas compitiendo en la Eurocopa y ninguno de ellos se ha declarado abiertamente gay. No piensen que en esta competición ha acaecido el milagro que, asegura Putin, ha de imputarse a Rusia: «Aquí no hay maricones». En las 24 selecciones nacionales que compiten habrá, más o menos, el número de homosexuales que la media en el continente. No solo está Ronaldo, el eterno 'sospechoso'.
Pero no se atreven a salir del armario. Guardan para sí la absoluta seguridad de que, si lo hacen, pasarán inmediatamente al ostracismo. Sus clubes no les renovarán el contrato y buena parte de la afición y los patrocinadores les tratarán como parias. Analicen si no la prohibición de la UEFA de iluminar con la bandera arcoíris el estadio de Munich, una propuesta del alcalde de esta ciudad precisamente para protestar contra la ley homófoba de Orban; o la apertura de expediente al capitán de la selección alemana por llevar un brazalete arcoíris. Así que yo, por lo pronto, con mi pasión futbolística en franco retroceso, me declaro fan de Alemania. Sin descartar que mañana, si Luis Enrique se da un golpe y deviene en desprejuiciado y simpático, vuelva a mi ser español.
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