«Sería muy triste que perdiéramos esas joyas que han llegado hasta nosotros, con el único argumento de las ganancias que ofrece su destrucción. Es ... para pensárselo». Así terminaba yo la columna del Miércoles, hace exactamente un año, en la que planteaba la crisis que está viviendo el Albaicín, junto con el Realejo y el centro de la ciudad, debido a los excesos turísticos que no hacen más que crecer. Parte del encanto de estos emblemáticos barrios granadinos se debía a la convivencia de sus vecinos, los de toda la vida y los que se fueron sumando con el tiempo, conscientes de la singularidad de tales lugares para vivir en una ciudad como Granada, que ofrecen maravillas a los propios y los extraños.
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Siempre hubo turistas atraídos por esas zonas capaces de conservar el encanto de siempre, pero he aquí que se han desbocado dos excesos: por una parte el número de los visitantes que quieren disfrutar de lo que tienen los habitantes, aunque sean unas fugaces visitas turísticas y por otra parte, el afán del lucro de muchos vecinos que han decidido aprovechar la fascinación creciente que sigue atrayendo a más y más visitantes que ya no se conforman con un paseo asomándose a los miradores, sino que buscan algo más, quizá la ilusión de vivir en estos lugares tan bellos y singulares. El resultado pone en peligro la supervivencia de estas joyas que han durado desde hace siglos.
Suelo decir, siguiendo a Pitágoras, que todo es cuestión de número, porque el problema empieza a surgir cuando se desbocan las cantidades, es decir cuando más y más turistas quieren lo mismo en este caso y por lo tanto, los propietarios que pueden, ya no se contentan con los modestos alquileres de antaño, sino que buscan más y más ganancias. Todo ello sin el menor control por parte de las autoridades. Además, si este fenómeno afectase a un número moderado y sostenible de clientes, la presencia de los turistas no sería nociva y se podrían beneficiar de las cualidades de estas zonas tan especiales. Pero la dejadez es proverbial entre las autoridades que tienen la obligación de velar por la justicia y lo que debe ser bueno para la permanencia de los tesoros que la historia nos ha ido dejando. No se ha regulado este peligroso sistema de buscar la conveniencia de unos pocos con el detrimento de los demás.
Aunque ha habido unos tímidos amagos de arreglar este desaguisado, me temo que va a ser muy difícil, si no imposible dar marcha atrás, pues quién
va a ser capaz de rechazar un negocio floreciente y fácil, como bien lo saben los poderosos grupos que están detrás de la mayoría de los alojamientos turísticos. Parece ser que por alguna razón nuestras autoridades no están dispuestas a profundizar sobre las causas y las consecuencias de regular y restringir. Algo así como no atreverse a molestar a las grandes corporaciones que están detrás de estos problemas.
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No sirve de consuelo decir que este fenómeno es mundial, que afecta a todas las ciudades que atraen a los turistas, que tienen que buscar una salida tan complicada como la nuestra aquí en Granada. Precisamente, podemos emular a los que hicieron algo por la «gallina de los huevos de oro», antes de que se vaya a otras tierras con más sensatez.
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