A los mendigos se les miraba a hurtadillas. Si tu madre te cazaba con los ojos fijos en alguno de ellos, te caía una reprimenda ... automática y silenciosa, apenas un tirón de la manga que te dejaba mirando para otro lado. No bastaba, porque uno se las arreglaba para echarle una última ojeada al mendigo, a ese señor metido en una cincuentena eterna, siempre muy abrigado aunque fuese verano y con aspecto de fantasma ensimismado. Un pobre.
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Me causaría una enorme vergüenza malgastar estas líneas con una impúdica oda a la pobreza, porque el tiempo de Neruda ya pasó, ni tampoco pretendo ahondar en sus causas y sus soluciones. Me basta con detenerme en la mirada de ese niño que observa curioso al hombre, porque la mayoría son hombres, que duerme entre cartones y al que la vida o sus malas decisiones, que también son la vida, ha arrojado a la intemperie hasta el punto de que lleva en la acera más tiempo que la calle.
No es cierto que no queden pordioseros como los de antes. Sí que los hay y aún es pronto para saber si la inteligencia artificial será capaz de darles una solución. También a ellos. Son presencias transparentes que deambulan de acá para allá, que milimetran con sus pasos cansados la geografía de la ciudad y que dan la medida de nuestro fracaso como sociedad. O no… aunque me cuesta pensar en que alguien termine en la calle por pura elección.
Hace cinco minutos prometí huir de frases redondas y moralizantes pero ha sido poner en el teclado los dedos y se me han ido de las manos. Seguimos con el niño. El niño que no sabe ni se imagina el frío, el hambre y las fatiguitas que el mendigo pasa cada día. Le llaman la atención las ropas, porque no viste como su padre, y siente un poco de miedo y repulsión si el pobre se le acerca. Cuando el pedigüeño exhibe un cartón con su plegaria pagana, el niño practica sus habilidades de lectura y se zampa una novela de cuatro líneas. «Tengo cuatro hijos, estoy enfermo y no tengo trabajo. Una ayuda, por favor». Y si detecta una falta de ortografía se la calla, no se atreve a decírselo a su madre, no sea que.
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El Ayuntamiento calcula que en Granada hay alrededor de doscientas personas viviendo entre cartones, en el extrarradio de la sociedad, durmiendo al raso y contando estrellas hasta que les vence el sueño. El Kiki quiso esconderlos, sacarlos de la vía pública durante la celebración del Mundial de esquí, aunque según lo escribo me parece estar refiriendo un episodio de hace tres siglos. Pero de todavía más lejos me llega el recuerdo del niño que una tarde, viendo a dos mendigos refugiarse de la lluvia en un zaguán, se preguntó atónito «¿pero de qué se ríen, si son pobres?».
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