Tenía el tamaño de uno de los móviles antiguos, de los Nokia caros, que eran más caros cuanto más reducido era su tamaño. Se ve ... que también en eso le hemos dado la vuelta al calcetín. El aparatejo dormía en mi mesita de noche (en Argentina les llaman mesitas de luz, qué estruendo de idioma, pardiez) pero me acompañaba de acá para allá por casa y también se iba conmigo de viaje. Siempre tuvo un lugar predilecto en mi mochila. Sin él me sentía huérfano, casi desnudo. Era un transistor. Pequeñito, de bolsillo. Me lo regaló mi madre, harta de escuchar las quejas de mi padre que veía como el suyo, su transistor, desaparecía cada dos por tres de su mesita y por arte de magia aparecía en la mía.
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Los transistores salieron de la escena hace muchos años, engullidos primero por otros dispositivos que además de para escuchar la radio servían para almacenar música, y finalmente por los teléfonos móviles. Los viejos transistores se convirtieron en la maltrecha huella de un pasado que había quedado definitivamente atrás y apenas resistían en un rincón de los bazares chinos o en la polvorienta estantería de una tienda de electrodomésticos cuyo joven dependiente desconocía cómo hacerlo funcionar. Y en esas llegó Putin, la guerra y Trump, y el transistor resucitó. El personal se está pertrechando para lo peor, ya sea una riada o un bombardeo, y las autoridades informan de que el kit de supervivencia ha de incluir una radio a pilas.
Ya estoy viendo la escena. Se desarrolla en un sótano, donde entre mantas que empiezan a apulgararse y envoltorios de sandwich abandonados a su suerte, un transistor se erige en el único nexo con el exterior. Mientras los niños escarban en sus narices, los mayores se apiñan en torno al aparato con los oídos abiertos como platos. Lástima que la escena no tenga sonido y no podamos discernir si lo que brota del altavoz es el oráculo de Delfos, la letanía siniestra de Queipo de Llano en Radio Sevilla o Manolo Lama narrando otro gol de su hijo en propia meta. Da igual. Solo importa el transistor, ese que vino primero puro, con una ruedecilla para el dial y otra para el volumen, y luego se fue vistiendo de sintonizadores digitales y alarmas. Aquella puerta al mundo que se escondía bajo mi almohada y que incluía al mismo tiempo la cueva de música y palabras de Quintero, los saludos cordiales del butano y hasta los gritos de Pumares «¡Obra maestra!». Vuelve el transistor, se pondrá de moda, la gente lo llevará en el bolsillo, saldrán de colores, con diseños futuristas, sin antenas, sin pilas, cada vez más pequeños, potentes, multifuncionales, para escuchar la radio y después se les podrá añadir música, y evolucionarán más y más hasta que inventen uno que sirva para hablar a distancia con otras personas.
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