Aquí gusta más el poder que ejercerlo. Cuesta tomar decisiones, aunque a uno lo hayan elegido para eso. Se debe a varias razones. Primero, está ... el temor a meter la pata. Además, puesto que las ideologías se han desleído, no hay criterios claros sobre qué es conveniente, porqué y para qué. Antes se buscaba la igualdad –no sólo de género– o la eficacia. Ahora se discute qué es igualdad, libertad y eficacia.
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Nuestros líderes, poco preparados, no tienen capacidad de imaginarse un futuro como tal, a largo plazo. Sólo piensan en cómo ganar las elecciones, y en esto también son bastante zotes, pues se agarran al único reclamo de que los otros son malísimos, aún peores que ellos.
Así, tomar decisiones es una tarea ardua. La solución –para ganar la bronca, no por otra cosa– es el decreto ómnibus, en el que se mete todo, en algo se acertará. Un gran invento.
La argumentación política actual, cuando la hay, nos lleva al vacío, a la imposibilidad de soluciones constructivas. Por ejemplo: puede justificarse que la mayoría está contra las centrales nucleares –está en el ambiente, no hace falta preguntar–; también la gente está contra las centrales eléctricas que usan carbón y gas, por emitir CO2; tampoco gustan los autogeneradores, pues dicen que destrozan los paisajes y matan pájaros; ¿los paneles fotovoltaicos? afean el panorama y desalojan cultivos.
Pero también estamos contra el ahorro de electricidad.
O sea, que no hay nada que hacer.
De este modo, echamos para delante de forma vergonzante, haciendo lo que hacemos –en general, nada novedoso– sin justificar, priorizar, proponer, publicitar soluciones, consensuarlas.
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Tiene una consecuencia: cualquier política que se siga es blanco fácil de la crítica, incluso de la más descerebrada. Como en esto los gobiernos actúan a la defensiva no sólo exhiben su habitual torpeza.
Los debates no buscan justificar una decisión, sino meter el dedo en el ojo al contrario. La argumentación cuenta poco, se impone la retórica populista y, por tanto, se imponen las decisiones impulsadas por las emociones.
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Otro factor estimula esta deriva: no existe la costumbre de asumir después responsabilidades si las cosas salen mal.
Si sucede que algo no funciona, el proyecto se estrella –o se olvida, lo más frecuente, como pasa con las periódicas promesas de que van a construir tropecientasmil viviendas– nadie recuerda que era su responsabilidad. Aquí no se suele competir por hacerse con competencias, sino por quitárselas de encima. El gobierno dice que es asunto de las autonomías, las autonomías del gobierno y la casa sin barrer.
Sucedió –valga otro ejemplo– al comienzo de la pandemia, cuando decidieron que Pablo Iglesias gestionase las residencias. No hizo nada y si te he visto no me acuerdo; luego, cuando el desastre, llegó a alegar que no tenía nada que ver con el asunto, aunque la hemeroteca lo señalaba. Con lo contento que estaba inicialmente, tres meses después aseguraba que nunca tuvo tal atribución. Lo que sea, con tal de no tomar decisiones.
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