Puerta Real

El país de la inocencia

Cuando se producen las debacles nadie se arrepiente, pues todos han actuado con buenas intenciones y creen que con eso basta

Manuel Montero

Jueves, 9 de noviembre 2023, 23:43

Arrepentidos los quiere el Señor, por lo que este territorio plurinacional será uno de sus fracasos más estruendosos. Un erial, en lo que arrepentimientos se ... refiere. Aquí no se arrepiente nadie. Es la tierra de la inocencia, llena de bienintencionados que piensan que actúan siempre correctamente y que, como mucho, son malinterpretados por quienes no entienden las rectas intenciones. Pero arrepentirse, por qué, de qué.

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Aquí nadie se arrepiente nunca de nada.

En este reino de la inocencia abundan los desastres, como lógica consecuencia. Declaraciones ministeriales insensatas nos ponen al borde de rupturas diplomáticas, pero el/la responsable no se arrepiente, sino que está a la espera de reconocimientos.

Decisiones para formar gobierno ponen en riesgo la estabilidad constitucional, amenazando la convivencia, pero todos parecen satisfechos de jugar con fuego, deporte nacional. Nadie en el PP se ha arrepentido todavía de su parálisis cuando la moción de censura que los echó del poder. En el PNV están satisfechos de pactar a diestra y siniestra alternativamente, pasando por conservadores o progresistas según toque y aprovechando la ocasión para dar sermones de rectitud moral. El guirigay catalán condujo al rosario de la aurora, fugas empresariales incluidas, pero nadie se considera responsable de nada, mucho menos se arrepiente.

Esta congregación de inocentes en la que se ha convertido España, país onírico con tendencia a la irresponsabilidad y a guiar mística o ideológicamente sus actos, está llena de sujetos capaces de provocar los mayores desastres, seres luminosos especialmente dotados para causar(nos) problemas. Por lo común juntan buenas intenciones, la incompetencia en el asunto sobre el que van a actuar, el convencimiento de que su intervención tendrá resultados mágicos y la ignorancia de que sus actos pueden tener efectos negativos, contrarios a sus intenciones. En esas condiciones los desastres son seguros. La suma de buenas intenciones, falta de preparación y osadía temeraria resulta fatal. Véanse, como ejemplo vivo, los actos de nuestro gobierno.

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Si alguna vez toca elegir entre agarrarse a un clavo ardiendo o la mano de un prohombre seráfico, convencido de que la suya es mano de santo, y por tanto salvadora, aunque carezca de fuerza e intención de aguantar algún peso, conviene elegir el clavo ardiendo, que al menos está sujeto a la pared.

Cuando se producen las debacles nadie se arrepiente, pues todos han actuado con buenas intenciones y creen que con eso basta. A nadie se le ocurre que conviene alguna preparación y estudio previo de las actuaciones. Creen que prevenciones de este tipo son milongas de resabidillos empollones, a sustituir ventajosamente por la intuición y el adecuado respaldo ideológico. Con estos mimbres se gestionó la pandemia, cuya mayor gesta –de la que nadie ha dado cuentas– fue prescindir de una comisión de expertos, salvo para decir (falsamente) que la había.

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No hay problema: aquí nadie se arrepiente de nada, si bien somos duchos en buscar culpas ajenas. Sólo ese detalle impide que el país de la inocencia sea el paraíso de la felicidad.

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