En estos períodos veraniegos dejamos de estar absorbidos por las trifulcas nacionales y otras realidades nos muestran que la civilización cambia a pasos agigantados.
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Queda ... tiempo para ver las series y películas que permiten la que es la principal actividad de nuestra época: contemplar cómo luchan contra el crimen los policías norteamericanos. Resulta muy difícil distraerse mediáticamente sin encontrarse con alguna variante del monotema: el agente especial que, liado con la ayudante del fiscal del distrito, se infiltra en una banda de gánsteres y es traicionado, el exmarine alcohólico pero patriota que colabora para detener a un traficante de armas internacional (pero al principio no quería), el detective intuitivo que da a la primera con el asesino, aunque el jefe no lo cree y le quita la placa, las persecuciones implacables de criminales en serie (gente sádica pero a menudo de aire simpático).
Lo sabemos todo sobre la principal actividad norteamericana, si la producción audiovisual refleja la realidad: delinquir y perseguir delincuentes. Les siguen en importancia las festividades romanticoides (San Valentín, Acción de Gracias, los desfiles cívicos), los enamoramientos en las fiestas de la graduación y la costumbre de liarse (sexualmente) con colegas de la oficina …
En la representación mediática de la lucha contra el crimen se han producido novedades que reflejan cambios transcendentes en nuestra cultura. Ha aumentado vertiginosamente el potencial mortífero de los buenos. También el de los malos, que llevan ahora armas enormes –hasta tienen acceso a misiles y drones malignos–. Sin embargo, el bueno gana siempre, a veces cepillándose enemigos a tutiplén, sin fallar un tiro, mientras de los malos más fornidos se deshace a mamporros. En el concepto norteamericano, la bondad desarrolla una inaudita capacidad de acabar violentamente con el mal.
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En las nuevas tendencias el bueno ha adquirido unas capacidades que estremecen. Por ejemplo, su reacción cuando el delincuente le atraviesa la mano con un cuchillo. Al héroe americano parece no importarle el trance. Sigue luchando como si tal cosa, tras despegarse de la madera en la que lo han clavado. A veces usa ese mismo cuchillo para cargarse al malo. Se quita el puñal de forma airosa y luego se las apaña con una especie de esparadrapo. Nada hace mella en el bueno americano, no como en servidor –un antimodelo ignominioso–, que se marea al menor rasguño.
La superioridad del bueno norteamericano se confirma cuando lo llevan despatarrado e inconsciente al hospital, se despierta tras la operación y, dándose cuenta de que todavía lo persiguen, se escapa con la bata de hospital y semianestesiado. Un par de horas más tarde anda ya tan campante, liquidando malos por doquier y, quizás, al sargento que se dedicaba a traicionarlos a todos –uno va al hospital y se queda paralizado ya antes de la anestesia–.
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Así las cosas, no extraña la veneración por las gestas mediáticas norteamericanas. Tienen una conclusión: si el bien estadounidense está dotado de poderes excepcionales, su dominio en cualquier lugar del mundo refleja su bondad, siempre invencible.
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