Dábamos por supuesto que la tendencia histórica era que la democracia liberal se extendía y afirmaba como principal sistema político, pero esto no ha sucedido ... así. Y eso, pese a que el gran fenómeno histórico de la segunda mitad del siglo XX fue el asentamiento de este modelo, convertido en hegemónico en Europa y principal referencia para América y los países de la antigua Unión Soviética, con influencia en el resto del mundo. Es verdad que la izquierda española siempre ha mostrado recelos ante la democracia liberal, que en tiempos tildó de 'democracia burguesa' o 'democracia formal', pero esto formaba parte del discurso pintoresco que ha tenido siempre nuestra 'superizquierda', formada de clichés seudomarxistas, sin particular penetración entre amplios grupos sociales, que sí saben distinguir entre una democracia y la ambición totalitaria de tipo bananero.
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Al margen de los vericuetos mentales del 'progresismo' español, la evolución de las últimas décadas cuestiona la idea de una afirmación progresiva de la democracia liberal.
Para hacerlo comprensible se recurre al término 'iliberalismo', que comenzó a usarse en 1997, cuando arrancaba el fenómeno. Lo creó Fared Zakaira, norteamericano de origen hindú, para designar a regímenes en los que hay elecciones democráticas, pero ignoran los límites constitucionales del poder, no aseguran los derechos humanos ni las libertades fundamentales y arremeten contra la separación de poderes, socavando la independencia judicial, además de atacar a los medios de comunicación que no son afines.
El nombre 'iliberal' surgió cuando los procesos de democratización iniciados tras la caída de la URSS se estancaron en la mayoría de las antiguas repúblicas soviéticas. Tuvieron elecciones, pero gestaron regímenes autocráticos como el de Putin.
Incluso en la Unión Europea comenzó a retroceder la democracia liberal. En Hungría, Orbán aseguró (2016) que la democracia en aquel país no sería liberal. Países como Rumania, Polonia o las derivas de Trump confirman que la democracia liberal clásica está en retroceso, en una evolución que puede detectarse también en Turquía o en la India. Suele estar asociada a los avances de la extrema derecha, pero también desde la izquierda se cuestiona a veces la separación de poderes, se relativizan los derechos humanos, se cuestiona la libertad de opinión o se pretende la hegemonía omnipresente del poder ejecutivo.
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Es posible que estemos ante una tendencia de fondo, que no dependa sólo de las veleidades autoritarias de Trump, Orbán o Erdogán, sino que determinados cambios provoquen que algunos sectores añoren una sociedad más ordenada y autoritaria, pues la actual no garantiza necesariamente un futuro mejor. Además, se estaría produciendo el retorno de valores tradicionales, pese –o debido– al empuje de los rupturismos de aire progre.
Quizás también influirá la fragilidad de la formación democrática, acentuada por la bipolarización populista que a veces niega el carácter democrático a los contrarios.
En cualquier caso, se impone una realidad. Incluso las democracias más asentadas, como la norteamericana, están expuestas a la marea del iliberalismo, confirmándose que la democracia no está dada para siempre, sino que continuamente debe defenderse.
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