En los pueblos un bar no es solo un sitio donde se toma un café, un refresco o una cerveza. Es mucho más. Es como ... una extensión del hogar, una sala de estar compartida con vecinos, amigos, conocidos y con gente que no conoces pero igual saludas. Es donde late la vida diaria: donde se cruzan los jubilados que echan la partida, el ganadero que viene del campo con la tierra aún en las botas, el adolescente que busca algo de mundo en una caña. Allí se escucha lo que no sale en los diarios. Y sí, también se llora, se ríe, se discute, se recuerda. Su pero más notorio radica en que las mujeres han accedido poco o muy tarde.
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Julio Llamazares lo escribió sin rodeos: «un bar cerrado es como una iglesia clausurada: en él muere algo más que un negocio». Y es que cuando un bar cierra en un pueblo, no solo baja una persiana. Se apagan los ecos de las tardes compartidas. La realidad es que poco a poco ese tipo de bares va desapareciendo. A veces por falta de gente; otras, y esto es lo más triste, porque lo que llega a ocupar su lugar no se parece en nada a lo que había. El neocapitalismo, con su sonrisa de marketing, ha empezado a colonizar también estos espacios. Donde antes había manteles de hule y aroma a tonel, ahora hay nombres en inglés, sillas 'vintage' y carteles donde se lee'coffee to go'.
La verdad es que no tengo nada en contra del buen café ni de las ideas nuevas, pero una cosa es renovar y otra es borrar. Lo que se pierde en esa transformación es el alma del lugar. Porque ya no se va al bar a estar, sino casi de manera exclusiva a consumir. Se ha vuelto un escaparate donde importa más la estética que el afecto, más la foto que el encuentro. La conversación se hace más breve, más superficial, se percibe la urgencia. El camarero ya no conoce tu nombre ni recuerda cómo te gusta el cortado. El tiempo se acelera, como si el bar también tuviera que ser casi en exclusiva productivo y rentable. Y eso, en un pueblo, suena casi a herejía.
Marina Garcés decía que vivimos en un mundo donde «todo se transforma en producto, incluso la vida en común». Qué razón tiene. Y qué peligroso. Porque si perdemos esos espacios donde uno puede estar sin hacer nada, simplemente siendo, también vamos perdiendo algo de nosotros mismos. Por eso, antes de que nos quiten esa experiencia y hábito, conviene pararse un momento. Escuchar el murmullo de un bar de pueblo es síntoma de vida y futuro. Qué suerte sentarse, pedir algo, lo que sea, y quedarse un rato, sin prisa o turno. Porque cuando se apaga la luz del último bar, no solo se apaga una bombilla. Se apaga también una forma de estar juntos en el mundo. Y eso cuesta encenderlo de nuevo.
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