Pienso, luego estorbo
En nuestra cultura de la inmediatez, la máxima «Pienso, luego existo» es reemplazada en ocasiones por «Pienso, luego estorbo». Las redes sociales y el ciclo de noticias 24/7 exigen que tengamos una opinión firme en 280 caracteres, negando espacio al matiz, a la duda y al pensamiento complejo. Desde esta tribuna de opinión, reivindico el pensamiento críticocomo un acto de responsabilidad ética para fortalecer la democracia
Hace casi cuatro siglos, el filósofo René Descartes sentó las bases de la modernidad con una frase inamovible: «Cogito, ergo sum» (Pienso, luego existo). Era ... una declaración de triunfo, la prueba de que la razón y la conciencia eran el pilar de nuestra valía como seres humanos. Hoy, sin embargo, en la cúspide de una civilización que supuestamente venera el conocimiento, esa máxima ha mutado hacia una versión profundamente pesimista, casi como un murmullo derrotado: «Pienso, luego estorbo».
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Esta frase encapsula la crisis silenciosa de nuestra época. Hemos pasado de ver la reflexión profunda como la fundación de nuestra humanidad a considerarla un freno, un lujo ineficiente, o peor aún, un obstáculo molesto en el camino de la productividad, la inmediatez y el engagement digital. En un mundo obsesionado con la acción visible, la persona que se detiene a pensar, puede resultar de hecho, un estorbo. El sistema laboral premia la ejecución rápida, despreciando el tiempo invertido en la estrategia reflexiva. La quietud es leída como pereza o pérdida de tiempo; el valor de un individuo parece medirse por la velocidad de su respuesta. Detenerse a pensar parece, económicamente, improductivo.
Esta cultura de la prisa nos obliga a ser meros reaccionadores. En el debate público, la tendencia es aún más dañina. Las redes sociales y el ciclo de noticias 24/7 exigen que tengamos una opinión firme en 280 caracteres, negando espacio al matiz, a la duda y al pensamiento complejo. Quien cuestiona los extremos, busca la otra perspectiva o se atreve a decir «necesito tiempo para reflexionar» es rápidamente tachado de tibio, de irrelevante o, peor aún, de buenista. Su pensamiento «estorba» porque rompe la dinámica de la polarización, se coloca en el centro, valora pros y contras y permite la duda y el pensamiento reflexivo frente a la acción-reacción instantánea.
Esta prisa por el hacer a toda costa se manifiesta de forma palpable en todo tipo de estructuras organizativas. Es aquí donde esta máxima puede alcanzar una dimensión especialmente crítica. El problema no es solo la presión externa de la inmediatez, sino una dinámica de poder interna que prefiere al ejecutor sobre el analista; a quien cumple las directrices rápidamente sobre el librepensador. La figura que asciende hoy no es la que presenta el informe más riguroso o la que presenta un abanico de alternativas, sino la que ejecuta las prioridades de la dirección de forma más rápida y menos cuestionadora. ¿Cuántas veces vemos proyectos o programas impulsados a velocidad de vértigo, más preocupadas por el impacto mediático inmediato que por su viabilidad y efectividad a largo plazo?
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La reflexión, el diálogo pausado entre diferentes visiones o la consulta experta se convierten en un «estorbo burocrático» que enlentece la narrativa del «estamos haciendo cosas». El responsable de la dirección que duda, rectifica o reflexiona es visto como débil; se espera del directivo y de quien toma las decisiones una certeza instantánea, no una búsqueda del bien mayor. El resultado es una peligrosa acumulación de compromisos adquiridos sin un análisis de las consecuencias.
Esta dinámica convierte el pensamiento crítico en una amenaza interna en las organizaciones humanas. La persona que piensa a fondo y cuestiona una decisión –aunque lo haga con datos y buena fe– es vista como un freno que obliga a la cúpula a justificarse. El castigo para los sensatos y ponderados es a veces el ostracismo. Se establece así una peligrosa meritocracia del silencio, donde la seguridad laboral y el ascenso dependen de la fidelidad acrítica probada, no de la competencia técnica.
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Los técnicos y expertos internos son relegados; sus advertencias sobre la inviabilidad o las posibles consecuencias de un proyecto o una propuesta son tratadas como un «estorbo técnico» que debe ser sorteado, no como una guía interesante o aprovechable. Esta misma dinámica se observa en entornos de toma de decisiones de alto nivel, donde la conveniencia inmediata o la adherencia a una línea de pensamiento pasa por encima del rigor profesional, empobreciendo la calidad del debate y la gestión.
Es aquí, en el vacío que deja la prisa y la obediencia automática, donde el pensamiento se vuelve moralmente hueco. El gran pensador español José Bergamín nos alertaba: «Existir es pensar y pensar es comprometerse». Bergamín elevó la conciencia cartesiana de un mero hecho biológico a una exigencia ética. No basta con saber que existimos; necesitamos darle un propósito responsable a esa existencia. La sociedad actual, sin embargo, nos anima a un pensamiento descomprometido, ligero, que no moleste a nadie ni exija esfuerzo.
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A la luz de esto, la advertencia de mi compañera y amiga Natividad de la Red se vuelve crítica y aleccionadora: hemos comprendido que «pensar sin comprometerse es inútil, y comprometerse sin pensar es peligroso». Hemos hecho de nuestro pensamiento algo inútil al divorciarlo de la acción responsable. Y hemos convertido nuestras acciones y decisiones rápidas en algo peligroso al saltarnos la etapa crucial de la reflexión ética y crítica, permitiendo que la lealtad a la dirección pese más que la lealtad a la verdad. El peligro es doble: caemos en el activismo ciego, o en la pasividad cínica.
Hemos traicionado la máxima de Descartes al permitir que el pensamiento se convierta en una tara social. Hemos aceptado que la duda y el análisis sean etiquetados como un «estorbo» por una sociedad y por unas organizaciones que prefieren la inercia controlada a la conciencia incómoda. La revolución más urgente hoy, en nuestros espacios locales y en el debate público, es la reivindicación de la pausa ética.
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Reivindicar el pensamiento es aceptar la carga de responsabilidad que conlleva. La verdadera fuerza social y cívica no reside en la velocidad, sino en la solidez del criterio. Necesitamos ciudadanos y responsables que no solo existan, sino que piensen profundamente. Ciudadanos que acepten que, si su pensamiento «estorba» a las inercias, a los discursos fáciles o a la prisa insensata del mercado y de la conformidad organizacional, es porque ese pensamiento está a punto de comprometerse con un cambio más justo y humano. Volvamos a la máxima original, pero con la carga ética que merece: «Pienso, luego existo... y al existir con conciencia, me comprometo.» Solo así podremos dejar de ser meros engranajes y volver a ser, plenamente, personas.
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