El fuego que sigue ardiendo

Decir «no compres sexo» no es un eslogan moralista vacío. Es un acto de resistencia frente a la indiferencia cómplice. Es reconocer que la esclavitud no ha desaparecido: ha cambiado de rostro. Y vive, silenciosa entre nosotros. Aceptarlo es el primer paso. Denunciarlo, el siguiente. Cambiarlo, una obligación moral

Manuel Martín García

Defensor de la Ciudadanía Granada

Viernes, 8 de agosto 2025, 21:28

El pasado 26 de julio, un incendio en un edificio de Bellpuig (Lleida) se cobró la vida de dos mujeres y dejó seis heridos. El ... lugar, un prostíbulo. Esta tragedia, que debería habernos sacudido, realmente es una grieta por la que asoma una realidad más amplia, cercana e ignorada: la esclavitud sexual. Existe en pleno siglo XXI, en nuestras ciudades, a la vista de todos, pero convenientemente tapada por el silencio social, los vacíos legales y la indiferencia.

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La noticia apenas ha ocupado un espacio fugaz en los medios. Se ha mencionado, casi de pasada y sin mayor escándalo, que el edificio era un prostíbulo, y enseguida se ha pasado página. Nadie se ha preguntado quiénes eran esas mujeres, en qué condiciones vivían, o si estaban allí por voluntad propia o forzadas, como miles de víctimas atrapadas en las redes de trata y explotación sexual. Esta omisión, por supuesto, no es casual. La prostitución es uno de esos temas incómodos que preferimos no mirar de frente porque nos fuerza a cuestionar nuestras normas sociales, nuestras leyes y, sobre todo, ciertas prácticas cotidianas.

Nos hemos acostumbrado a hablar de prostitución como si fuera una elección individual, un acuerdo privado entre adultos, una especie de trabajo libre. Pero esta narrativa interesada, se desmorona en cuanto se observa con atención la realidad de miles de mujeres que habitan esos mundos. Creo que la inmensa mayoría no está ahí por libre decisión. Muchas son migrantes, engañadas con promesas de trabajos falsos, endeudadas por sus captores y luego obligadas a prostituirse para saldar una deuda que nunca termina. Otras, nacidas aquí, han sido empujadas por la pobreza, la violencia, los abusos o simplemente la ausencia de alternativas. En todos los casos, la «elección» es más bien una renuncia forzada: a la dignidad, a la seguridad, a la libertad y a cosas más concretas como cotizar a la seguridad social para tener una pensión el día de mañana.

Es un error hablar de prostitución como si fuera una realidad neutra. No lo es en absoluto. Está atravesada por relaciones de poder abusivas, por una profunda desigualdad de género, por racismo por explotación económica y por una demanda que lo sostiene todo. El foco nunca está en quien paga y, sin embargo, es ahí donde radica la raíz del problema. Porque no hay trata sin cliente. No hay proxenetas sin demanda. No hay explotación sexual sin quien esté dispuesto a comprar el acceso al cuerpo de otra persona. Esa figura, la del consumidor de prostitución es el desaparecido de este debate. Se le representa como alguien inocente, incluso «respetable» que simplemente paga por un servicio. Pero no es un consumidor cualquiera. Es un eslabón clave, una pieza fundamental en la cadena de explotación.

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Cada vez que alguien paga por sexo se hace cómplice de un sistema que convierte a seres humanos en mercancía, en producto con precio tasado. Puede que el cliente no vea la coacción implícita. Pero está ahí. Invisible para el ojo, pero normalizada y brutalmente real. Y lo peor es que, como sociedad, lo aceptamos. La prostitución sigue siendo una industria millonaria y funcional, alimentada por una doble moral: por un lado, proclamamos la igualdad y la libertad; por otro, toleramos que haya mujeres atrapadas en la servidumbre sexual, siempre y cuando lo hagan discretamente y no incomoden el 'orden' establecido.

El incendio de Bellpuig no es, por tanto, solo una tragedia puntual. Es un síntoma. Una manifestación visible de lo que habitualmente permanece oculto: la existencia de espacios donde los derechos fundamentales son violados con total impunidad. Y cuando una mujer muere en uno de estos lugares, habría que volver a preguntarse por qué estaba allí; qué sistema la llevó hasta ese punto. Qué decisiones sociales, políticas, económicas y personales permitieron que su vida valiera tan poco y hasta qué punto esto seguirá así por más tiempo.

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No podemos seguir lavándonos las manos. La prostitución no es un problema «de ellas» –aunque también haya prostitutos–. Es un espejo de nuestra sociedad que nos interpela directamente. Nuestra respuesta no puede ser el silencio ni la resignación. No basta con lamentar las tragedias. Es hora de asumir una postura clara y valiente: no comprar sexo. No normalizarlo. No disfrazarlo de falsa libertad. No financiar con dinero propio una estructura de violencia por aceptada que parezca. Si queremos una sociedad verdaderamente justa, no puede haber espacio para que los cuerpos de las mujeres sigan siendo tratados al antojo y a un precio. Cuerpos de rebajas, caricias en promoción, al 2 x 3 y de ocasión.

Esta reivindicación no es censura ni represión sino una exigencia ética. No debiera generar división algo tan básico como apostar por un mundo donde las mujeres dejen de elegir entre su dignidad o un medio de vida. Y para evitar la elección habría que impulsar políticas reales de protección integral, alternativas de inserción laboral, asistencia jurídica y el acceso a recursos para todas aquellas que hoy están atrapadas en este sistema. También habría que cuestionar la cultura de la demanda, la impunidad del cliente y la normalización de semejante negocio.

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Decir «no compres sexo» no es un eslogan moralista vacío. Es un acto de resistencia frente a la indiferencia cómplice. Es reconocer, de una vez por todas, que la esclavitud no ha desaparecido: ha cambiado de rostro. Y vive, silenciosa entre nosotros. Aceptarlo es el primer paso. Denunciarlo, el siguiente. Cambiarlo, una obligación moral.

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