Asistiendo recientemente a una charla deportiva, un entrenador recordaba a sus deportistas que estrategia y táctica no son lo mismo. La estrategia marca el rumbo; ... la táctica, cómo reaccionamos cuando lo planeado se tambalea o aparecen adversidades inesperadas. En materia de migración, Europa parece llevar décadas atrapada en lo segundo con continuas improvisaciones ante la migración irregular a través del Mediterráneo, sin una estrategia clara que garantice canales seguros de asilo y protección. El resultado: políticas cortoplacistas, costosas en lo económico y devastadoras en lo humano.
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La migración es uno de los grandes retos de la Unión Europea (UE). La extrema derecha ha sabido capitalizar el discurso del miedo, presentando estas llegadas como una amenaza. Sin embargo, los datos ofrecen otra lectura. Es innegable que en el último año han aumentado las llegadas irregulares en España por vía marítima superando las 61.000, especialmente por Canarias, con un incremento del 10,3% con respecto al año anterior. Sin embargo, en 2024 tenemos la cifra más baja de llegadas en la Unión Europea desde 2021, y los registros de 2025 apuntan a un descenso sostenido. Aun así, las medidas «excepcionales» se repiten como rutina: militarización, nuevas infraestructuras (recordemos las infames concertinas), centros de detención para inmigrantes, etc. El relato oficial insiste en que vivimos «crisis» migratorias constantes, obviando la naturaleza estructural del fenómeno y su vinculación a conflictos armados y desigualdades en las regiones de origen.
En un intento de la EU de diseñar una estrategia conjunta, en 2026 entrará en vigor el nuevo Pacto de Migración y Asilo. Las críticas al pacto de organizaciones humanitarias coinciden en un punto: la apuesta por externalizar fronteras, trasladando la tarea de frenar flujos migratorios a países vecinos como Turquía, Marruecos, Túnez, Libia o Argelia. El resultado es que, en lugar de abrir vías legales de protección internacional a personas que huyen de sus países—un derecho reconocido por la propia UE—, con esta externalización se busca obstaculizar su solicitud.
No es un planteamiento nuevo. En los últimos años, son varios los pactos bilaterales o de la EU que se han firmado con estos países para controlar estos flujos migratorios reaccionando a eventos de «crisis». Un punto de inflexión fue el acuerdo con Turquía en 2016 para frenar la llegada de solicitantes de protección internacional como consecuencia del conflicto sirio. Descartada esta vía, muchos se vieron obligados a entrar por otros puntos del Mediterráneo de mayor riesgo.
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En este proceso de externalización el caso más cercano es Marruecos; aún queda en la memoria las imágenes de más de 8.000 personas entrando a través de la frontera de Ceuta en 2021 y de la masacre de Melilla un año después. Poco después del uso de vidas humanas como arma y medida de presión por parte del país alauita, se empezaba a negociar en Bruselas un pacto de 500 millones de euros por el que Marruecos se comprometía a controlar la ruta del oeste del Mediterráneo.
En la ruta central hacia Italia, el país ha firmado desde 2017 distintos pactos con Libia para frenar la salida de barcos a Lampedusa. Sin embargo, Libia se encuentra inmersa en un conflicto civil y múltiples informes denuncian la existencia de campamentos de detención de migrantes donde se cometen torturas, agresiones sexuales e incluso ejecuciones. No es el único peligro del que huyen las personas que atraviesan esta ruta. Los guardacostas libios y las milicias interceptan a estas personas para venderlas como esclavos; en muchas ocasiones, la localización de los barcos la obtienen a través de la agencia europea Frontex.
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Lejos de frenar la migración, estos pactos desplazan las rutas: en 2023, debido al alto riesgo en Libia, Túnez se convirtió en el principal punto de salida hacia Lampedusa. A pesar de ser un país pionero en la Primavera Árabe, sufre grandes retrocesos democráticos desde la disolución del parlamento por parte del presidente Saied en 2021. Al margen de la deriva autocrática del país, la primera ministra italiana Meloni llegó a acuerdos con el gobierno en 2023 para detener los barcos que salían de las costas de Túnez. El patrón de violencia como medida de disuasión se empezó a repetir: inmovilización de personas en campamentos que eran incendiados una y otra vez, abandonos en mitad del desierto, trabajadores de ONG encarcelados y discursos xenófobos desde el propio gobierno, alertando de un supuesto «reemplazo demográfico» por parte de la población subsahariana. Para más inri, Europa busca designar a Túnez —entre otros países— como tercer país seguro para efectuar devoluciones de migrantes que tratan de llegar a sus costas.
En resumen, seguimos atrapados en tácticas reactivas. La UE invierte miles de millones en gobiernos con tendencias autoritarias para que hagan el trabajo sucio: contener con una violencia que nosotros incentivamos lo que debería gestionarse con derechos. Mientras tanto, desarrollar una estrategia sólida para garantizar vías seguras de migración y asilo sigue pendiente. En 2018 se firmó el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular de las Naciones Unidas, el primer intento global para mejorar la cooperación internacional y la gobernanza de la migración salvaguardando los derechos humanos. Más de 150 países se adhirieron a este acuerdo, incluido España. En la práctica, es un acuerdo no vinculante opacado ante el nuevo pacto de la UE orientado a la externalización, haciendo estas rutas lo más letales posible. Las consecuencias son tangibles y trágicas. En la última década, más de 34.000 personas han muerto o desaparecido intentando cruzar el Mediterráneo. No se trata solo de política migratoria, sino de si Europa quiere consolidar una visión pragmática dejándose en el camino su humanidad, o si ofrece otras alternativas siendo fiel a sus principios fundacionales.
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