Como ladrón en la noche

Estos son tiempos convulsos, como acostumbran a serlo todos, cada uno a su manera, pero esta generación no ha visto zozobrar sus vidas como ahora. Nos han sacudido como a una estera

federico garcía fernández

Sábado, 6 de marzo 2021, 21:58

Aquella tarde otoñal del año 79 d.C. Terencio, rico mercader romano, seguramente gritó, insultó y, tal vez, mandó azotar a uno de sus sirvientes ... por romper, durante la limpieza, un ánfora de cerámica griega de su valiosa colección. Terencio no solo exigía un cuidado escrupuloso de cada uno de los objetos que atesoraba, sino que se respetara su exacta ubicación, mostrándose inflexible si éstos eran movidos media pulgada del sitio asignado.

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Pocas horas después de aquel castigo, todas las ánforas y todas las exquisitas piezas de arte, la casa entera que las albergaba, desde el vestíbulo a la última teja, y hasta el mismo Terencio vestido de gala, yacían sepultados bajo dos metros de lava y ceniza, como el resto de la ciudad de Pompeya, arrasada por la erupción del Vesubio.

Allan Pinkerton, detective y espía, emigró a los 23 años a los Estados Unidos desde su Escocia natal, convirtiéndose en el fundador de la primera agencia de detectives del mundo. Abortó atentados y robos, se infiltró en organizaciones obreras y terroristas, y desarrolló técnicas de investigación aplicadas aún hoy en día. Era uno de los hombres más despiertos y sagaces de Norteamérica. La insignia de su agencia era un ojo abierto de par en par con el lema 'Nunca dormimos'. Sin embargo, el 1 de julio de 1884, Pinkerton, siempre sobre aviso, y que nunca había dado un paso en falso, resbaló en una acera de Chicago. En la caída, se mordió tan fuertemente la lengua, que le causó una infección y se lo llevó directo al cementerio.

Nadie sabe el día ni la hora en que va a suceder lo que no deseábamos que sucediera. Como ladrón en la noche, el destino llama a nuestra puerta y lo desbarata todo. No por la travesura de un dios caprichoso, ni por oscuras maldiciones. Es simplemente la vida, que ensalza y humilla, que es mudanza e incertidumbre.

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Estos son tiempos convulsos, como acostumbran a serlo todos, cada uno a su manera, pero esta generación no ha visto zozobrar sus vidas como ahora. Nos han sacudido como a una estera. Por momentos, nos hemos sentido como ramitas secas ardiendo en la gran hoguera del mundo. Hasta el mismo suelo que pisamos, tiembla bajo nuestros pies. Literalmente.

No necesitamos la embestida brutal de una catástrofe, ni la quiebra repentina del orden de nuestros días, para tomarle el pulso a la vida que nos vamos haciendo, y reconocer lo que hay en ella de autentico valor, o de inutilidad.

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Sin darnos cuenta, se nos escapa el tiempo en una fastidiosa y monótona rutina, enredados en cálculos y propósitos que ahogan nuestra paz; en conductas triviales, o indignas, que a nada conducen y crean discordias, y que no tienen ningún provecho para nadie, y nos alejan del sosiego que buscamos.

A menudo, creemos vivir, y malvivimos. Despreciamos lo que nos ha tocado en suerte y nos queda más a mano, y fiamos cualquier alegría a ilusas y remotas esperanzas, a deseos delirantes que jamás se alcanzan o que, de hacerlo, resultan ser agridulces, apenas una mala copia de lo que habíamos imaginado.

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La paz más fiable la da ese ir viviendo los días, entrelazando nuestras vidas con las de los otros de la manera más armoniosa.

El cuerpo es frágil, sujeto a toda clase de lesiones y debilidades, inclinado por naturaleza a defraudarnos, a enfermar y morir y, no obstante, le dedicamos la mayoría de nuestros desvelos. Habría que poner el mismo celo en reconciliarnos con esa otra parte, más nuestra aún que la piel y los huesos, y que no reflejan los espejos pero que mira con nuestros ojos y está detrás de cada uno de nuestros pensamientos, y que no puede arruinar el tiempo ni herir la espada ni quemar el fuego. Atender esa llama inextinguible que nos hace ser conscientes de lo que somos y nos susurra por dentro y vigila nuestros silencios, es un camino más seguro a la serena alegría del vivir, que perseguir quimeras por las arenas movedizas del mundo.

Cuentan que Abderramán III, primer califa omeya de Córdoba, quien había vivido entre riquezas y honores, entre lujos y placeres, hasta los 70 años, dejó escrito en su diario que «en todo este tiempo he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce».

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