Estaba triste Pilar Alegría, la ministra portavoz del Gobierno. Estaba triste cuando se disponía a iniciar la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros. ... Estaba triste porque había sido muy duro el espectáculo de entrada en la cárcel del santo Cerdán por orden del Tribunal Supremo: «Ver entrar en la cárcel a Santos Cerdán es una imagen tan desgarradora como decepcionante», dijo, muy atribulada. Luego pidió perdón y habló de la «rotundidad» del Gobierno frente a la corrupción. E insistió en aquello que los 22 ministros de Sánchez repiten machaconamente, como loros adiestrados: «La determinación del Gobierno en seguir trabajando para combatir la corrupción, seguir colaborando con la justicia con la máxima transparencia y dando todas las explicaciones que sean oportunas».
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Pilar Alegría decía estar triste. Y Sánchez, y Montero, y Bolaños, y Zapatero, y todos los que se han achicharrado las manos tras ponerlas en el fuego. ¿O era pesadumbre la tristeza? O será acaso pavor y espanto y miedo lo que muestran en sus rostros aquellos «progresistas» que se presentaron hace siete años en el Congreso de los Diputados como libertadores, ángeles redentores que vinieron a rescatar a España de los políticos corruptos, del fango y las cloacas, de los embaucadores y los puteros.
No será desde luego dignidad lo que evidencien los ministros y su presidente raposo, ni tampoco sus socios de gobierno, incapaces de ceder ante el grandísimo botín que aún esperan. ¡Qué alarde de vacuidad, cuánto charlatán a cargo de tantos ministerios! Todos tan ofendidos y tan afectados, proclamando la «honestidad» y «limpieza» del Gobierno al que pertenecen y «exigiendo», ¿exigiéndose a sí mismos?, medidas más contundentes contra la corrupción.
Y es que todo parece haberse subvertido en la idea de que el fin justifica los medios. El sanchismo –lástima del sanchopancismo cervantino– es una suerte de bandería cuasi religiosa cuyo único afán es mantenerse en el poder, so pretexto de blandir piadosa cruzada contra la derecha y la ultraderecha, como si los sanchistas poseyeran la única verdad y la única doctrina que ha de imponerse a toda costa en nuestra democracia. En esa cruzada surreal y antagónica de las fuerzas del bien contra las fuerzas del mal, los que cada día se tildan a sí mismos de progresistas han sustituido la ideología por la doctrina, la realidad por una dialéctica de cuento chino que, se diría, cala hasta los huesos en los sumisos hasta el punto de permitir todo demás a su líder indiscutible. Así, Sánchez ha descabezado en estos años al partido socialista hasta convertirlo en un instrumento dócil a sus propios intereses, que no son otros que su extraordinario narcisismo, su ambición de poder y su vanidad, y ha erradicado de las filas socialistas todo espíritu, crítico, toda opinión.
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A cambio de silencio y sumisión, Sánchez ofrece canonjías, a los suyos y a sus socios, como un redentor atrapado en su propia falacia, pues todos lo tienen tan amarrado a él como él tiene bien cogidos a los demás, sabedores unos y otros del momio que entre ellos se prestan mutuamente y que perderían caso de que uno solo de ellos dejara de prestar apoyo a los demás. Y, todos a una, en esa mayoría parlamentaria cogida con alfileres de calañas diversas, resistirán con Sánchez aunque, eso sí, cara a la galería de sus votantes, se rasgarán las vestiduras como héroes de pacotilla que son frente a la envilecida maldad de sus adversarios políticos.
Lástima que no haya una mayoría noble –que no la hay– para dar alternativa a esa fábula «progresista» que unos y otros invocan como charlistas de mercadillo.
Sabemos –nadie se chupa el dedo– que la mayoría parlamentaria de Sánchez no se sustenta ni en una ideología progresista, ni en el interés general, ni siquiera en aquello que más pregona la progresía en sus púlpitos: las mejoras sociales, la igualdad y la solidaridad. Sabemos –aunque nos hayamos caído de un guindo cuajado de cerezas– que la mayoría parlamentaria se sustenta en tú me das y yo te voto. Y Sánchez ha demostrado en siete años que no solo ofrece lo que tiene, sino que se endeuda, se desdice y se contradice, interpreta a su antojo la Constitución, manipula los poderes públicos, y los no públicos, y transforma las leyes, y hasta el 'Santa Sanctorum', para dar a sus socios lo que le piden y mantener sus asentaderas en La Moncloa.
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Por eso, ni aunque lo echen se irá. Por eso, no se le encenderán de rubor las mejillas ni por sus propias mentiras, ni por la ignominia de Santos Cerdán, ni por la putería del Ábalos más 'feminista', ni por el deshonor de un Koldo que ha grabado hasta los cantos de sirena del cuarteto del Peugeot, ni por la fontanera de Ferraz que comprara mercenarios y chantajeara al mismísimo mesías en otro acto de honradez y limpieza ejemplar, ni por la indecencia de un Gallardo advenedizo que consiguió precipitadamente su escaño en fraude de ley, en tiempo récord y moviendo las fichas de dominó que, como los peones de un ajedrez, fueron cayendo a su paso milimétricamente hasta servirle en bandeja el escaño y el aforamiento.
No se ruborizará Sánchez. Pero, muy compungido, pedirá perdón las veces que haga falta y anunciará otra auditoría externa para lavarse las manos y continuar su cruzada frente al mal. Sus socios de Gobierno se darán por satisfechos por la «contundencia», una vez más, del presidente. Y, eso sí, se nos mostrará muy triste Alegría.
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