Los humanos, además de una familia que nos acoja, nos quiera y nos acepte, precisamos el reconocimiento de los demás, para poder ser ciudadanos seguros ... y libres. Ya Hegel entendía que uno de los motores de la historia es la búsqueda del reconocimiento de los otros.
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Durante la Grecia clásica, cada individuo existía en función del otro. La opinión del vecino era vital para la subsistencia social. Para ellos, la verdadera muerte no era la aniquilación física sino el olvido de los demás, y, en última instancia, el desprestigio o el deshonor. Cuando Héctor tiene que enfrentarse a Aquiles, sabiendo que podía perder la vida, lo único que lo estimula para afrontar dicha tarea es el ideal heroico del prestigio social.
Igual actitud observamos en el mundo romano, donde la indignidad o la infamia era la peor situación que un ciudadano podía vivir. La pérdida del respeto de los otros era la muerte civil de las personas. Es más, los infames, los que habían perdido su dignidad, eran rechazados socialmente.
Durante la Edad Media se cultivó mucho el prestigio social. En las Coplas de Jorge Manrique descubrimos tres vidas posibles: la terrena, la divina y el prestigio o vida de la fama. Sin esta última, no adquirimos relieve social, ni continuidad en el tiempo, incluso más allá de la muerte. Es por ella por la que los hombres luchan, se esfuerzan y abordan grandes batallas y sufrimientos.
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Tanto nos importó, desde siempre, el reconocimiento social y el prestigio, que su logro determina una forma de actuar en público, distinta de cuando actuamos en privado. Existe una especie de coacción social que nos hace actuar bien ante los demás. ¿Pero qué cara pretendemos mostrar ante ellos? Desde hace mucho tiempo, el hombre mostraba una actitud machista, de poderío físico y moral sobre la mujer, que lo hacía atractivo, ante las damas. En tanto que la mujer, sin apenas derechos, mostraba una actitud sumisa y recatada, cuya única función era procrear y hacer feliz a su esposo. Esto ocurrió durante siglos y fue algo común en la Dictadura. Incluso hoy, existen fuerzas políticas que lo defienden. Además, resultaba muy atractivo mostrar apariencia de ganador, de riqueza y poderío (sin importar demasiado cómo se había logrado).
A comienzos de nuestro siglo XXI, ya en plena democracia, se empezaron a poner de moda unos principios y valores sociales nuevos, entre los que destacaban el respeto a la mujer, la cortesía social, la inteligencia y la preparación intelectual, la empatía con el otro, la razón, y, en especial, la honradez; considerándose un auténtico escándalo la consecución de riqueza por medios ilícitos.
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Hoy, desgraciadamente, vivimos una etapa regresiva, en la que muchos no ven tan mal mostrar la superioridad masculina, la agresividad, el desprecio al diferente (sobre todo si es pobre o LGTBI), y el poderío social; frente al respeto al otro, la defensa de los débiles y de los que son diferentes racial o sexualmente, la empatía, la integridad o la coherencia.
«Cosas veredes, amigo Sancho, que farán hablar las piedras», decía Don Quijote. Ya en el lecho de muerte, el caballero le dijo a su escudero que tuviera paciencia y que no perdiera el tiempo con personas que no valían la pena (moralmente, se entiende).
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