No hace mucho tiempo existía un sentido común compartido ampliamente entre todos los ciudadanos que nos permitía regañar o inducir a no salirse de él ... a los que se iniciaban en la práctica social. Era normal que una persona mayor, en el pueblo o en la ciudad, le dijese al niño que gritar en la calle, pelearse con su compañero, tirar piedras a un edificio o cruzar el semáforo en rojo no podía hacerse. Es más, estas personas mayores, los vecinos, los conocidos, los maestros o los familiares siempre tenían un aliado en los padres para lograr que el joven obedeciese cuanto se le indicaba, porque sabían que solo así, mediante la intervención de la tribu, podía ser educado, y aprendía a vivir responsablemente, y con sentido común. Era muy frecuente que todos ellos, para reforzar sus demandas, le dijesen al joven o a la joven que si no actuaban correctamente podían comunicárselo a sus padres. Y eso tenía un efecto milagroso en el niño.
Publicidad
Pero desde hace cierto tiempo, coincidiendo con el comienzo de la posmodernidad, que ha hecho de la actuación caprichosa y absurda de ciertos seres humanos una forma de conducta tan válida como la de aquellos que actúan con sensatez y buen criterio, esas correcciones antiguas no pueden hacerse. Los padres han perdido gran parte de la autoridad que tenían antes, y, además, no quieren que se les regañe a sus niños; la autoridad, incluida la de los maestros, tampoco es reconocida socialmente; y las personas mayores ya no se atreven a indicar qué actuación correcta ha de seguir el muchacho porque puede encontrarse con una situación complicada, en la que su propia integridad física corra peligro, y, desde luego, nadie puede garantizarle que los padres vayan a ser los aliados de su corrección.
Tanto es el riesgo que se corre hoy intentando orientar al joven que casi nadie se atreve a corregir sus errores y sus deslices, salvo que se quiera terminar ultrajado y agredido como tantas veces le ocurrió al hidalgo Don Quijote en muchas de sus intervenciones justicieras.
El problema actual del sentido común, como afirma Catherine L'Ecuyer, pedagoga y autora de varios libros sobre educación (por ejemplo, 'Educar en el asombro' o 'Educar en la realidad') no es que globalmente se haya perdido, sino que ha dejado de ser común, y, por eso, ya nadie puede acertar en qué piensa el otro de lo que hasta ahora era la forma normal y ordinaria de actuar: ser libres, sin atentar contra la libertad del otro, sin molestarlo y siendo acogedor con él.
Publicidad
Por eso, el gran invento revolucionario que precisamos es volver de nuevo a ese sentido común. Y una forma especial de él es el respeto y la atención al otro, que consiste, básicamente, en reconocerlo como persona, saludarlo (hasta el saludo es negado hoy por muchos jóvenes y no tan jóvenes) y ayudarle. Es como si los sentidos y la sensibilidad se nos hubiesen atrofiado y solo detectásemos en la relación con los demás nuestro propio interés, y abdicásemos de nuestras obligaciones sociales. Ya lo decía María Montessori: «La torpeza en los sentidos lleva a la incapacidad de juzgar por uno mismo».
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión