Hay multitud de personas que dedican su vida a servir a los demás. Jóvenes (y no tan jóvenes), en ONGs, luchan por los hambrientos, por ... los desposeídos de la tierra, por los sin voz, por los que arriesgan su vida en el Mediterráneo…; hay muchos que donan sangre, órganos y bienes a cuantos lo necesitan; los hay que respetan y quieren a familiares, amigos y vecinos, aunque tengan ideas distintas a las suyas…; y todas esas personas abnegadas y tolerantes son felices haciendo el bien y confraternizando con los demás. Pero, junto a ellos, también hay demasiados que se enriquecen a costa del sufrimiento de otros, que manipulan a los demás para lograr beneficios, que utilizan la vida pública para lograr poder o influencias, que utilizan la palabra como un instrumento voraz al servicio de su interés, que crean una distancia abismal con los que tienen ideas o creencias distintas a las suyas…
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Vivimos en un mundo contradictorio, donde la bondad convive con la miseria moral, el respeto con el desprecio al diferente, y donde los buenos tienen la obligación de defender tolerancia, verdad y justicia. Ahora, que empiezan las elecciones, escucharemos, por doquier, bulos, promesas, insultos y descalificaciones del adversario; pero nada, ni siquiera una campaña electoral, justifica la indignidad.
En Don Quijote (trasunto de Cervantes, quien, a pesar de sus sufrimientos e incomprensiones, nunca odió a las personas, sino que las comprendió y justificó), hay un pasaje en el que muestra la confianza en los demás, su respeto a la palabra dada, y su fe en la bondad humana. En el capítulo I-IV, el caballero encuentra, al salir de la venta, a un muchacho atado al tronco de una encina, al que su amo golpeaba porque el joven le exigía la deuda que le debía, y él no quería pagarle. Indignado Don Quijote, le demanda el pago con una enorme firmeza: «Pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige que os concluya y aniquile en este punto. Desatadlo luego». El labrador afirma no tener allí dinero y se compromete a pagarle al llegar a casa, a lo que accede don Quijote, sin tener en cuenta la opinión del joven, que teme ser castigado más duramente cuando el caballero desaparezca.
Nuestro hidalgo, con la ingenuidad propia de los que creen en los demás, fiándose del compromiso del amo, accede a su pretensión: «basta que él me lo jure [para que yo] le deje libre y aseguraré la paga…, que cada uno es hijo de sus obras».
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Además de la defensa de la justicia, encontramos aquí la confianza que el hidalgo tiene en la palabra de las personas, no pudiendo dudar, ni por un momento, de que éstas puedan ser infieles a cuento afirman y prometen, como en este caso, desgraciadamente, ocurrió, según el joven sospechaba. ¡Qué diferente sería el mundo si el código de valores de Don Quijote se aplicara en este tiempo convulso nuestro, en el que, tantas veces, priman el engaño, la corrupción, el desprecio al diferente, y la mentira; antes que la finura de espíritu, la preocupación por el otro, la palabra dada, el respeto y la humanidad que Don Quijote practicaba y exigía.
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