Antes del Big Bang

Juan Antonio Ruescas

Viernes, 10 de octubre 2025, 23:01

A un íntimo mío, de muy feliz recordación, a lo único que condescendiente le parecía adecuado aplicar el 'Big' era a esos muchos muchos cúmulos ... hamburguesoides americanos que, con la mundial Coca Cola han conquistado el magno suelo ibérico. ¿Habráse visto bien? Hoja de lechuga, rodaja de tomate, capa de queso más o menos fundido, el grueso disco cárnico y, con el supuesto unto de mayonesa o ketchup, los dos discos paníceos que por cima y por bajo emparedan el engendro. Y luego, claro, el 'Bang', la explosión intrabucal, al querer fruir todos los sabores con la inaugural mordida. Pero no menos deberá hacerse hincapié en que mi añorado, renuente, muy veraz reconocía que lo más sabido y culto era eso, juntar en una sola expresión el 'Big' y el 'Bang'.

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Profunda y cavilosa cuestión la de ese comienzo de todo lo existente no celestial, por una explosión trascendental de único punto considerablemente diminuto, más que microscópico, que se revienta y expande progresivamente hasta llegar a ser tantas y tantas galaxias impletas de estrellas, planetas… Sin ninguna otra teoría, no hay más que decir 'Big Bang', y todo queda explicado. ¿Todo?

El famoso y singular científico, astrofísico, Stephen Hawking, tan involucrado en la teoría del Big Bang, llegó hasta visitar cuatro veces Roma, siendo, por demás, miembro de la Pontificia Academia para las Ciencias, y al menos en una de ellas se entrevistó con el Papa –Francisco, noviembre de 2016–, o sea, un vis a vis de dos sabias 'sedes', la del científico, valetudinaria y doliente, la del Pontífice, no ya gestatoria mas noble y cortesana. Pero acaeció que, concluida la culta entrevista, ambos, como en público comunicado común, hicieron la siguiente significativa declaración: «Para el antes del Big Bang corresponde la Teología, y para el después, la Ciencia». Bien, bien.

A uno, a este senectudo escribidor bien le da por pensar propio y particular de la siguiente manera: para el 'después' no se da dubitación alguna; la Ciencia, por su parte, ha tenido –tiene– la actuación decidida, firme, ¿muy clara?, casi siempre a salvo, acerca del origen en cuestión. Pueden aducirse –se aducen– al caso, tres evidencias como 'empíricas'. –Perdonen la incursión en lo que requiere cierta especialización–.

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Una, la de la expansión del Universo –ley de Hubble por medio– dado el corrimiento hacia el rojo del espectro significante, consideradas las galaxias y cuásares lejanos –la luz que emiten, se entiende, desplazan hacia longitudes de onda más largas–. Para más asequible compresión, la observación del distanciamiento cada vez mayor entre las estrellas lejanas. Otra 'evidencia', las medidas detalladas del fondo cósmico de microondas. En tercer lugar, la abundancia de elementos ligeros ¿hidrógeno, helio? que pueden decirse provenientes.

Pero, continuando ya el susodicho pensar, y bien excusado el anterior 'rollo', puede simplemente decirse que, consiguiente al Big Bang, la Ciencia ha implementado el humano conocimiento a base de series de estudios, teorías… que pueden justificar la creencia o admisión del mismo. Diríamos que la Ciencia, superando estulticias, muy cumplida, «ha hecho, va haciendo sus deberes» de acuerdo con el 'después' dicho en la declaración de Francisco y Stephen.

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Ahora bien ¿y la Teología acerca del 'antes'? He ahí, creemos, la madre del cordero. No dudamos del sentido un tanto acomodaticio que las dos altas personalidades daban a ese 'antes' –como no, si era inexistente el tiempo–. Pero su sentido tenían: ¿querrían decir que la justificación o causa de ese punto tan infinitesimal que explota, la debería dar la Teología? Es decir, llanamente, ¿habría que irse al Génesis bíblico para decir que Dios creó todo de la nada? También el puntito… Comprometiditos estamos.

Considérese: o estamos en ciencia o en creencia. Si en aquélla, no nos es válido irse a una –dicen– 'leyenda' del todo creado, hasta el mismo hombre a imagen divina. Si estamos en ésta, en la creencia, entonces ¿no hay más vía que ésa, bíblica? El creer no precisamente científico sino ¿mejor? fiducial, recordando, oportuna, aquella rara respuesta de honda y paradójica Teología, del padre del niño todo paralítico, a Jesucristo: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad».

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Tenemos así una cierta posposición crítica de la ciencia que, incluso con inteligencia artificial, no creemos que lo resolverá todo; y de los científicos, máxime si se nos dan a hipótesis o extravagancias como las de Stephen con los extraterrestres.

En definitiva, mejor sea poner en el conocimiento humano, en toda traza suya, una mica salis, una pizca de sano saber dubitante, no escéptico. Tener, más aún, cierta calidad de ermitaño o cartujo que reduce su saber al callar de Sancho.

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En el capítulo 43 de la segunda parte del Quijote, éste, ya ante la próxima gobernanza de la Ínsula Barataria, persuade a su escudero de excusarse tantos refranes como le vienen en boca, pero él: «Ahora se me ofrecen cuatro que venían aquí pintiparados, o como peras en tabaque –cestillo de mimbre–, pero no los diré porque al buen callar llaman Sancho» –que mejor, 'Sabio' se diría, y más callara si le ofrecieran una de esas hamburguesas que recusaba mi amigo–.

Si nos vamos atrás unos 13.800 millones de años, ese 'antes' del Big Bang –creador del espacio y el tiempo– requiere, sí, cierto saber callado, reflexivo, admirativo… porque, excusada ciencia o creencia, lo que nos supone el tal, más que mucha claridad inteligente, es cierta neblina u oscuridad de duda, perplejidad, acatamiento cuasi piadoso… pues si sacro, o bello como decía Einstein, es el misterio.

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