Dudaba si sería una buena idea quedarse con el cachorro que le había ofrecido su amigo. Se trataba de un dogo argentino de pelo blanco ... y manchas marrones. Los niños decidieron por él. ¡Lo llamaremos Toro!, exclamaron, y no hubo más que hablar.
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La casa era pequeña, con un patio interior, pero pensaron que podrían sacarlo a pasear todos los días. A fin de cuentas, vivían en un pueblo del Área Metropolitana, y el campo estaba cerca. Fueron meses felices. En cuanto volvían del colegio, los niños se llevaban a Toro a correr.
Pero el matrimonio empezó a tener problemas, primero de dinero, y luego de convivencia. Los gritos y las discusiones eran habituales y, como si se contagiase, Toro comenzó a ladrar. Quizá era su manera de decirles que se callaran. El caso es que un día la mujer decidió irse de casa con los hijos y dejó al marido con el perro, al que nadie sacaba ya a pasear. Toro se pasaba todo el día encerrado en el patio, engordando y ladrando.
Los vecinos se quejaban, pues el perro ladraba a las horas más intempestivas, a la hora de la comida y de la siesta y durante la noche, impidiendo el descanso. Se les iba agriando poco a poco el carácter, como a Toro.
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El mal humor se fue extendiendo desde esa casa por el barrio y por el pueblo. Había trifulcas en la cola de la frutería, en la parada del autobús, incluso en los plenos del Ayuntamiento. De nada servía hablar con el hombre, deprimido por la separación de la familia, y que solo sacaba a Toro al anochecer, cuando volvía del bar a la casa. Tampoco, por lo visto, podía hacer nada la policía.
El que peor lo pasaba era un anciano cuyas ventanas del dormitorio daban al patio donde el vecino mantenía a Toro. Estaba hecho un manojo de nervios. No dormía, y tampoco su mujer, que estaba enferma. Tenía que pensar en algo, y se le ocurrió un plan. Una noche, esperó a que el vecino sacara a Toro. Quería robar al perro en la oscuridad, meterlo en el coche y buscarle otro hogar.
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Pero algo debió olerse Toro, que al ver al vecino escondido en una esquina con un lazo en la mano, se soltó de la cadena y se abalanzó sobre él. Antes de que el dueño lograra impedirlo, le había mordido en el cuello. «¡Toro! ¡Toro!», gritaba, tratando de separarlo del anciano. Y los gritos se fueron extendiendo una vez más por el pueblo.
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