Pepe 'El Tomillero' no sale esta semana de su asombro al analizar ciertos comportamientos de la clase política que deberían ser humanos y, sin embargo, ... producen indignación. Reclama cambiar los códigos éticos y legales de la política porque, a su juicio, mentir debería ser un delito que inhabilitara a quien lo practica, del mismo modo que insultar a la inteligencia debería apartar de inmediato a cualquier representante público. Su asombro no nace de un hecho aislado, sino de la evidencia de que el engaño se ha normalizado como herramienta de poder.
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El Parlamento, antaño espacio de debate y de ideas, se ha transformado en un escenario de espectáculo. En lugar de proyectos de país, abundan los ataques personales, los discursos vacíos y las maniobras para provocar titulares. Las redes sociales han sustituido a los pasillos del Congreso, y los mensajes se diseñan más para hacerse virales que para ofrecer soluciones reales. Los ciudadanos, mientras tanto, sienten que su voz se diluye entre la bronca y la impostura.
Pepe lo mira desde su Almería natal con una mezcla de ironía y hastío. No entiende cómo se ha perdido el respeto a las instituciones y, sobre todo, al votante. Un ejemplo reciente lo escandaliza especialmente. Rafael Hernando, un diputado por Almería que, lejos de preocuparse por los problemas de su tierra, dedica su tiempo a publicar ofensas en las redes sociales. Lo más grave no es que haya tenido ese gesto, sino que sus compañeros de partido lo aplaudan, justificando una falta de educación que debería ser motivo de vergüenza y no de celebración. La publicación sobre Begoña Gómez no fue un error ni un desliz emocional; fue una elección consciente de embarrar el debate. Y cuando el insulto se convierte en rutina, la política se convierte en fango. Sin embargo, esos mismos que no ven afrenta en semejante falta de respeto se declaran ofendidos cuando alguien, desde el lado opuesto, responde con una palabra como «Mazón». La doble vara de medir se ha vuelto constante. Lo que en unos es libertad, en otros se convierte en ataque intolerable. Esa incoherencia explica parte del descrédito que sufre hoy la clase dirigente.
Basta mirar alrededor para comprobar que la política española atraviesa una crisis moral. No hace falta investigar todo lo que huele mal porque hay conductas que desprenden un aroma insoportable por sí mismas. La corrupción ya no reside solo en sobres bajo la mesa o cuentas ocultas en el extranjero. También corrompe la mentira sistemática, la manipulación del discurso y la incapacidad para reconocer errores. Mentir, en política, parece haberse convertido en un derecho adquirido, cuando debería ser la causa inmediata de una inhabilitación.
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El deterioro del lenguaje y del respeto tiene consecuencias profundas. Cada bochorno en el hemiciclo, cada palabra fuera de lugar, erosiona la confianza ciudadana. Y cuando la gente deja de creer en sus representantes, el terreno queda abonado para el desinterés y el populismo. No es casualidad que crezca la sensación de que la política ya no representa a nadie, sino a sí misma. Cuando lo indecente se acepta como estrategia, el descrédito es inevitable.
La regeneración no vendrá de comisiones ni de encuestas, sino del mínimo sentido de decencia. Mientras aplaudamos la mentira y el insulto, seguiremos hundidos en este lodazal de cinismo. España no necesita más escenografía, sino políticos que entiendan que el respeto, la educación y la verdad no son virtudes opcionales, sino el punto de partida para quien aspira a gobernar.
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