J. Ibarrola

'Ad baculum'

José Manuel Navarro Llena

Experto en Márketing

Domingo, 19 de octubre 2025, 22:59

Hace casi dos lustros que convivimos con lo posfactual, la posverdad. Desde entonces, no nos ruborizarnos al constatar cómo la verdad se transforma a diario ... en un concepto maleable, una sustancia moldeada por los intereses del poder y replicada por medios cómplices. En esta era de lo «post», las emociones pesan más que los hechos y la razón que los sustenta. La narrativa ha sustituido a la evidencia. Lo inquietante no es solo la manipulación sistemática de la realidad, sino nuestra docilidad ante ello. Nos hemos acostumbrado a aceptar como ciertos los relatos que confirman nuestros prejuicios o que alambican nuestros miedos, sin preguntarnos quién los construye ni con qué propósito. La posverdad no existiría sin nuestra anuencia, sin ese deseo colectivo de ser guiados más desde la displicencia que por la conciencia, sin esa arbitrariedad humana de elegir la simpleza como mecanismo conductual.

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El filósofo alemán Dietrich Bonhoeffer, asesinado por oponerse al nazismo, advirtió que esa simpleza, o estupidez, es más peligrosa que la maldad. El mal puede reconocerse, denunciarse y combatirse. La estupidez, en cambio, se disfraza de buena intención o de ingenuidad. El estúpido, decía Bonhoeffer, no actúa por malicia sino por falta de juicio. Es quien se deja absorber por el ruido ambiente, quien repite sin pensar lo que otros dicen, quien delega su capacidad de discernir y decidir. Esa estupidez (colectiva y contagiosa) es el terreno fértil donde arraiga la posverdad en las sociedades que no piensan por sí mismas, que acaban hablando con la misma voz de su opresor o de su dirigente político, haciendo suyos argumentos que difícilmente resistirían una apelación mínimamente ética.

José Ingenieros, en 'El hombre mediocre', identificó otro síntoma del declive moral: la renuncia a la originalidad y a la iniciativa. El mediocre no tiene sólidos ideales propios ni se atreve a desafiar las convenciones; se adapta, aplaude sin reflexionar, confunde prudencia con servilismo y lo transforma en proselitismo. Ingenieros alertaba contra el conformismo de las masas, hoy amplificado por los algoritmos que refuerzan sesgos y diluyen la responsabilidad individual. Cada clic premia la docilidad y penaliza la disidencia. Cada «me gusta» encierra una pequeña concesión al pensamiento único, arrinconando el criterio propio.

La falacia 'ad baculum' (el argumento basado en la amenaza) completa este triángulo cuyos otros vértices son la estupidez y la mediocridad. En la sociedad contemporánea, la coacción rara vez adopta la forma de violencia explícita. Se ejerce mediante la sutileza del miedo a perder el trabajo, a ser señalado en redes, a disentir públicamente, a ser menospreciado socialmente. El poder ya no necesita imponer su autoridad por la fuerza; le basta con manipular la percepción de la realidad para añadirle ciertas dosis de temor. La coerción se vuelve cultural y la obediencia un signo de progresismo.

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Estupidez, mediocridad y miedo conforman el caldo de cultivo perfecto para la manipulación. La primera anestesia el pensamiento crítico; la segunda lo sustituye por comodidad; el tercero lo consolida bajo una apariencia de orden. Hoy se gobierna con la saturación informativa y la confusión planificada; con esa falsa sensación de libertad que produce elegir entre versiones cuidadosamente diseñadas que parten de la misma mentira.

Los medios de comunicación, en su versión más superficial, son templos del espectáculo donde los hechos sirven de pretexto para configurar lo posfactual. La posverdad deja de ser una patología del sistema para ser el órgano que lo sustenta. La población, sometida a la urgencia del clic y la emoción instantánea, busca historias, no datos. Y los poderosos (políticos o lobbies) dominan ese lenguaje.

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Pero la responsabilidad no recae únicamente en ellos. Cada ciudadano que comparte sin verificar, que opina sin comprender, que confunde indignación con pensamiento, contribuye a perpetuar este ciclo. Hemos cambiado la razón por la reacción visceral. La posverdad prospera porque nos hemos vuelto perezosos moralmente, porque preferimos sentirnos parte de lo que parece correcto antes que estarlo consciente y consecuentemente. Bonhoeffer habría reconocido que la estupidez no es un defecto intelectual, sino una decisión moral.

Liberarse de esta presión ideológica no exige una revolución, sino un cambio interior: recuperar la capacidad de dudar, el derecho a disentir, la valentía de pensar por cuenta propia. El antídoto contra la falacia 'ad baculum' no es la confrontación, sino la independencia intelectual. No se trata de negar la autoridad, sino de exigirle coherencia. El miedo es un instrumento de control; solo quien se atreve a enfrentarlo puede considerarse libre, máxime de pensamiento.

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Contra la mediocridad, el remedio es volver a creer en los ideales, en la excelencia moral, en la dignidad del esfuerzo intelectual. La mediocridad se alimenta de la resignación; resistirla exige esperanza no ingenua, la que se construye con conocimiento y discernimiento. En tiempos donde todo se relativiza, aspirar a la verdad es ya un acto de rebeldía.

Y frente a la estupidez, la respuesta es la lucidez compartida. No basta con pensar; hay que enseñar a pensar. La educación crítica (no la instrucción mecánica) es el verdadero campo de batalla. Una sociedad que enseña a distinguir entre evidencia y opinión, a identificar las falsedades que dominan el discurso público, se vacuna contra la manipulación.

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No hay poder que no intente moldear la conciencia de los gobernados, pero sí debe haber ciudadanos capaces de no dejarse moldear. Ser libres en la era de la posverdad no consiste en escapar del sistema, sino en no confundirlo con la realidad. Porque la verdad, aunque incómoda y frágil, sigue existiendo; solo requiere ojos dispuestos a identificarla y mentes preparadas para defenderla.

La lucha es contra los manipuladores y, más aún, contra la pasividad con que les abrimos la puerta. La posverdad se desarma con pensamiento, la mediocridad con ideales y la estupidez con educación. Tal vez nunca logremos erradicarla del todo, pero sí podemos negarnos a ser su instrumento.

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