El fango destituyente

José Manuel de la Rosa

Martes, 25 de junio 2024, 00:07

La falsa amnistía promulgada por la reciente ley de 11 de junio, no es sino el símbolo más rutilante de nuestra degradación política como país.

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Si es cierta la teoría de que las actuales democracias actuales se acaban por suicidio, el de nuestro país viene a serlo por desangramiento, el que comenzó a primeros de siglo, instaurándose el tribalismo como criterio de razonamiento político. Primero el grupo, después las convicciones. Un frentismo que ahora se esgrime como argumento de debates y que realmente excita a esa nueva casta política que parasita nuestras instituciones y que obliga a pensar en la posibilidad de que exista el 'darwinismo inverso', que nunca antes tuvieron peor formación y capacidad los que se jalean a sí mismos pidiendo votos.

Instalados en un enfrentamiento de eterna espiral, capaz de destrozar amistades y desunir familias, los ciudadanos dejamos de reflexionar para simplemente arengar o rivalizar sobre la mayor miseria que atesoran aquellos de los que no nos sentimos partidarios. Por delirantes que nos parezcan las afirmaciones de cualquier político profesional, basta que sea de nuestra simpatía subjetiva para que defendamos la sandez o el despropósito a él debido. Bajo esa consigna de abandono de la inteligencia, los ciudadanos nos convertimos en la infantería de su sinrazón y su ambición, haciéndonos creer que en ésa, que sólo es suya, radica la nuestra. Y en parte es cierto, porque ya se encargan de administrar lo público de forma y manera que llegue a los 'suyos' erario bastante para acomodarles la vida.

En ese erial intelectual en el que hemos convertido el escenario de lo público, adornado con fantoches de las artes más diversas, apuntalado en la alegría monetaria de una sociedad tan generosamente consumista como preocupantemente improductiva, resulta muy barato cometer cualquier delito, porque bastará con renombrarlo al gusto de los partidarios para que sea perdonado por aclamación. La exigencia social se devalúa cuanto más lisérgica se hace la sociedad misma; anestesiada y embrutecida, deja de exigir mandatos representativos, y las elecciones se convierten en comicios plebiscitarios por los que empujar a falsos líderes a la cumbre del poder, esperando de ellos las limosnas presupuestarias. Con este panorama, toda alternativa es imposible. Las ideas, como las convicciones, exigen la madurez y la templanza de mentes vivas y los pálpitos que nos impulsan ya sólo se alimentan de lemas y consignas que permitan zanjar las controversias con un máximo de doscientos ochenta caracteres.

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El más devastador efecto de la pasada epidemia fue el de propiciar la convicción general de que la vida podía sustentarse desde la más absoluta parálisis, que una adecuada política monetaria permitía la subsistencia sin necesidad de preocuparse por otra cosa que no fuese taparse la boca y la nariz. La metafórica imagen culminó el proceso. Para asegurar el golpe, bastó con declarar alarma, que no excepción, y comprobar que nadie clamaba por sus derechos fundamentales. El magnicidio de toda una nación se consumó. Cuatro vacunaciones después, quedó certificado. A partir de ese momento, todo vale, todo cabe, todo es digerible. Cuando resulte imposible, ahí está la 'fachosfera' para escupirle salivazos de fango o para seguir levantando el muro que eternice las trincheras.

Alcanzado este nivel, a nadie escandaliza que unos políticos perdonen delitos a otros a cambio de mantenerlos en el poder, que no otra cosa esconde la supuesta amnistía. Ni escandaliza, ni importa, porque la ciudadanía ya está cansada de que la distraigan con artificios y juegos de manos. Porque esta ley, como tantas otras, no resuelve el pago de las hipotecas, ni la inflación, ni el precio de los alquileres, ni la invasión de la inteligencia artificial, ni el empobrecimiento infantil, ni la degradación de la asistencia sanitaria. La farsa de esta amnistía, aderezada con el ataque a la judicatura y a la libertad de prensa, sazonada con la tolerancia a los escándalos por acusaciones de delitos económicos a lo más granado del gobierno, nos animan las tertulias de cafés y las reuniones familiares, nada más. Porque todo eso ya lo hemos vivido, muchas veces, muchos años. Pero esta vez, por primera vez, empezamos a sospechar que no habrá pacífica componenda, ni suave solución. Porque esta ley de embaucadores, este engendro legislativo, es la última palanca para desvencijar las instituciones y la Constitución, la artera ganzúa de un proceso destituyente del sistema democrático de 1978. El sistema que se fundó con todo el esfuerzo y la esperanza de un país que ya no existe, en parte porque los de entonces han muerto y, en parte, porque los que sobrevivimos lo hacemos bajo el efecto paralizante de la más profunda, auténtica y completa, decepción.

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