Son muchas las horas que paso estos días descamisado frente al Gran Azul y mi piel parece oscurecerse a ojos vista. Solo unas horas han ... bastado para que la melanina mute el blanco invernal en el tostado estival, no sin antes pasar por ese rojo ardiente felizmente aliviado por el after sun nocturno. Siempre tuve facilidad para cambiar de color, como un camaleón. Ahora con ese tono de piel que delata, más o menos, el lugar del que vienes cuando regresas del bien merecido descanso, bajo el Lorenzo en cualquier playa de las muchas que salpican este sur de Europa. Y resalta mucho más con mis 51 tacos recién cumplidos, cuando son canas casi todo lo que peino o afeito.
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Tumbado sobre la arena, miro mi cuerpo con una antigüedad de más de medio siglo, cubierto con la tela suficiente para no ser denunciado en una concurrida playa familiar, y caigo en la cuenta de que no es el que fue. La ya más que renqueante práctica del fútbol aun me permite lucir unas piernas presentables. Sin embargo, de culo para arriba todo son curvas a destiempo. La cintura y el abdomen se han revelado contra mis deseos y han cedido complacientes a los de la ley de la gravedad. Como el pecho, antes sólido y anguloso y hoy blando y prominente. De tal modo que bien se podría decir, para mi congoja, que ya no es pecho, son tetas.
Las que luzco allá donde voy relajado y descamisado. Y aunque de esta guisa no me muestro con vergüenza, tampoco puedo decir que lo haga con orgullo. Simplemente es lo que tengo: son mis tetas. Y nadie me mira de un modo especial por llevarlas al aire, bien visibles a ojos de todos y de todas. Ya me gustaría, sobre todo porque despertaran deseo o admiración. Nada de eso. Pasan total y absolutamente desapercibidas. De modo que nadie me muestra su desdén en el paseo junto al mar, y si me cruzo con algún agente de policía le saludo y él me responde siempre muy amable. Las mismas sensaciones que tuve, por poner un ejemplo, en el pasado BluesCazorla. Con el calorazo que hacía en la Plaza Vieja, en los conciertos del mediodía, hice lo que un gran número de hombres allí –bendito verano–, quitarme la camiseta y regarme de agua para no abrasarme.
Y yo me pregunto: siendo mis tetas ya igual o incluso algo más prominentes que las de muchas mujeres –y desde luego no tan atractivas para no pocos ojos–, ¿por qué las mías pasan desapercibidas y las suyas no?. Por qué aun en el siglo XXI está mal visto que una mujer enseñe su bonitas o feas tetas. Grandes o pequeñas, turgentes o caídas, jóvenes o viejas.
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Cuál es el motivo por el que, en un país como España, un agente de policía se acerca a una cantante sobre el escenario y le dice al oído que si no se tapa las tetas se la llevará detenida. O que otra más famosa haga lo propio y las muestre, esta sí orgullosa, a los cuatro vientos y tenga que leer y escuchar al día siguiente una soberana gilipollez detrás de otra a su izquierda y a su derecha. Las más de las veces de otras mujeres ciegas ante la injusticia; arrodilladas y sumisas ante el infame machismo que aceptan y que ellas mismas alientan con sus fatuos comentarios. Tal y como hacían nuestras propias madres y abuelas, estas sí excusadas por el nacionalcatolicismo que mamaron, por el minucioso lavado de cerebro que padecieron durante su infancia y juventud.
Perdónenme si les digo que no entiendo a esas jóvenes señoras que dicen eso de que «no me representa una mujer que reivindica el feminismo enseñando las tetas». ¿Pero es que hay un mejor modo de hacerlo en esta parte del mundo?. Si en Afganistán una mujer quiere reivindicar su libertad, se quita el burka o el velo en mitad de un mercado. Porque allí tan solo la visión del rostro de una mujer ya es pecado. Como aquí, al parecer, lo es una teta. Las mujeres, su piel y sus atributos son, al fin, sinónimos de vicio, de culpa, de perdición, del brutal e irrefrenable deseo del macho alrededor del mundo. Aquí también.
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Y depende de nosotros y, sobre todo, de nosotras luchar contra semejante irracionalidad mística; un atentado contra la libertad individual de las personas, contra la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. Y formará parte del pasado cuando la visión de las tetas de una mujer frente al mar, en medio de una plaza castigada por el sol del verano o sobre un escenario sea tan irrelevante como la visión mis tetas.
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