La rueda de la fortuna o la genética

José García Román

Viernes, 28 de noviembre 2025, 23:11

El filósofo Hans Blumenberg, grande del pensamiento alemán del siglo XX, es autor de la siguiente frase que me impactó sobremanera, referida al ser humano: « ... que alberga infinitos deseos en una vida finita», aunque todo acabe –a lo más– como noche de luminosos fuegos de artificio, deslumbradas las heroicidades discretas no reconocidas en el teatro mundano a causa de fogonazos de ambiciones y vibrante percusión de aplausos, con rendibúes de modestia de caricatura, de espejismos quiméricos, a modo de sátira al revés, tan ajena al arte de pensar, de vivir. Por si fuera poco, el 'homo sapiens' se lo ha tomado al pie de la letra. Y sapientes, lo que se dice sapientes, escasos.

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No suelo admirar a los inteligentes por el hecho de serlo, y menos los títulos conseguidos, porque la inteligencia se hereda en parte muy sustancial. Basta prestar atención a los altavoces sociales. Una inteligencia que nos recuerda el ansia de manejar el mundo «para que el mundo acabe manejándonos». La lotería genética no es mérito. Sí lo es aceptar con llaneza y naturalidad, y por tanto sin arrogancia, el talento que se posee, cercano a la realidad de los 'mortales', porque la 'inmortalidad' tiene que ver más con la poesía y la fantasía. Sabemos que todo desaparecerá retornando al inicio del insondable e inabarcable cosmos, con dimensiones vetadas a los humanos.

La genética nos pone en el mundo ante el reto de una alocada carrera de obstáculos: para unos, muros; para otros, valles y lomas, y para el resto, llanuras con horizontes interminables y luminosos. Y dentro de estos, los prodigios, los llamados genios, de enorme capacidad, ayudados de la apacible, dadivosa y rumbosa fortuna; lo que nos recuerda el «Da bienes fortuna» de Góngora, en un laberinto misterioso de 'encomiendas' –superdotados, inteligentes– y 'sambenitos' –medianías y torpes–. Unos nacen para ser aplaudidos y otros para aplaudir. Y los demás, para huir del mundanal ruido por voluntad o necesidad, abandonando la carrera con el fin de emprender la que ellos decidan, alejándose del sistema, como se decía antes. En la muy tramposa carrera de la vida, que fomenta ebrios anhelos de inmortalidad, no hay cumbres sin valles; sí valles sin cumbres.

Quienes no poseemos la inteligencia deseada, a pesar de tal limitación percibimos en los laberintos de las ecuaciones e incógnitas diarias cuestiones que nos ofrecen suficiente aliento para no sentirnos acomplejados ante quienes nos perdonan la vida por no haber sido premiados por la genética. Todavía no he leído ni oído a ningún agraciado con el 'gordo' de Navidad o del Niño sentir orgullo por el dedo de la suerte. Eso se llama azar, si no hay trampa, donde tan a gusto campa la Fortuna. Es verdad que ocasionalmente sabemos más de lo que aparentamos, pero nos sucede como en aquella expresión de Agustín de Hipona, referida al tiempo: «Si nadie me pregunta qué es el tiempo, lo sé; pero si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé». Por desgracia, el intelectual es 'rara avis': siempre sintiéndose aurora expectante, huyendo de deseos arrebatadores, hablando sin hablar y callando con elocuencia, exhibiéndose mediante la inhibición.

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Hay seres humanos aburridos de tanta actividad inactiva, de caminar en círculo, que son felices cuando llegan al punto de partida, con laureles prestados, cantando a pleno pulmón, a 'tutta orchestra' –'percusión' incluida, y coro triunfal–: «¡¡Eureka!!»; o, a lo Rodrigo de Triana: «¡¡Tierra!!», por descubrir lo descubierto, pensar lo pensado, escribir lo ya escrito, interpretar lo interpretado, componer lo compuesto, decir lo ya dicho, y no prestar atención a que repetir es estrategia fundamental para llegar al conocimiento. El mundo suele dividirse en inválidos y válidos, cuando la realidad es que todos pertenecemos a la inválida humanidad. Véanse los millones de caída de telones vitales diarios que proclaman «comoedia finita est».

Cuando el aprendiz de 'homo' consiguió ser erecto, apareció el engreimiento, la autosuficiencia pagada de sí misma, con derecho a arcos de triunfo, recepciones con fuegos de artificio a lo Haendel en el particular 'Green Park'. Dijo Mark Twain que «la fama es vapor; la popularidad, un accidente; la única certeza terrenal es el olvido». En teoría lo sabemos, pero disimulamos ante tan fuerte estímulo, aferrados a aquello de que nos quiten lo 'bailado'. Eso: el baile. La vida tiene un precio ajeno a la compra o la venta, y el verdadero héroe se la juega, distante del espectáculo o la publicidad.

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Los arcos de triunfo, a veces construidos con sangre y violencia, suelen ser astutas y seductoras añagazas, puesto que acaban siendo paso de vulgares triunfadores o simplemente corrientes sísifos con esfuerzos inútiles, aunque aparentemente sean exitosos. ¡Cuántos han pasado bajo el Arco de Triunfo parisino, Hitler incluido! Anhelamos arcos de triunfo, a pesar de que sean efímeros. Un bombardeo los derriba y de nuevo aparece la llanura que nos corresponde como 'errantes'. Venir al mundo lleva consigo el reto de escribir (vivir) nuestra biografía sin 'faltas de ortografía' (orto).

Aunque se dice que nadie está contento con su suerte, no es cierto pues hay quienes ni siquiera se lo plantean ante una visión serena de la vida, siempre breve y fugaz, de pocos amaneceres devorados por ansiosos atardeceres. También es discutible el dicho «todos queremos más». Todos no, porque hay quienes quieren menos ya que de ese modo tienen más. Es decir: anhelan dar más de sí pues cuando se da de veras ¡cuánto se recibe sin pretenderlo!

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La Tierra sabe que un día –el último–, exhausta de tanto girar y girar, saltará en billones o trillones de trozos para confundirse con la infinita nada universal y dejará de existir la memoria, soberbia incluida. Y en el silencio del Universo solamente quedará el 'Infinito'.

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