Un recuerdo (literario) de Teresa

José Antonio Cordón

Escritor y catedrático de la Universidad de Salamanca

Lunes, 25 de agosto 2025, 22:31

El aire de la plaza se ha vuelto más denso, la noche desciende lentamente sobre Granada, envolviendo sus calles y sus plazas en ese resplandor ... melancólico que solo las ciudades antiguas saben proyectar. Fernando de Villena, Juan Chirveches y yo departimos tranquilamente, sentados en la plaza de Bib-rambla.

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Fernando no ha mencionado el nombre de su hija en la conversación, pero su dolor lo acompaña siempre, como una sombra adherida a su ser. En sus ojos, bajo la resignación y la fatiga de quien ha sentido y sufrido en exceso, hay algo más hondo: la memoria, una presencia inasible pero constante, como si su espíritu habitara en cada palabra, en cada pausa de la conversación. No es solo el dolor de la pérdida lo que carga Fernando, sino la conciencia de una injusticia imposible de reparar, la herida que la vida inflige cuando trastoca el orden natural de las cosas. Que los hijos no sobrevivan a sus padres es una crueldad inaceptable, pero que lo hagan tras años de sufrimiento, en una agonía prolongada y sin clemencia, es un castigo que ni los dioses antiguos se habrían atrevido a dictar.

Chirveches, con su mirada comprensiva y serena, lo sabe. Lo sabemos todos. Pero es Fernando quien lleva el peso de esa verdad insoportable, quien carga con la ausencia como un fardo invisible que, sin embargo, se manifiesta en su rostro prematuramente envejecido, en la inflexión grave de su voz, en la forma en que su inteligencia parece más una condena que un don.

—Hay dolores —dice, finalmente— que no tienen lenguaje. La literatura nos ha hecho creer que todo puede nombrarse, pero hay cosas que se quedan fuera de las palabras.

Su voz no tiembla, pero hay en ella un tono opaco, como si hablase desde una distancia que no es solo temporal, sino abismal. Se queda en silencio un momento, mirando la mesa, como si las vetas de la madera guardaran algún secreto, alguna respuesta que él aún no ha encontrado.

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Juan asiente, pero no dice nada. La brisa agita levemente su cabello, como una caricia invisible.

—Teresa era un ser de luz —digo—. No la conocí personalmente, pero la fui descubriendo en los ecos de su voz que quedaron en tus páginas. Su entusiasmo por la vida, su amor por la literatura, su curiosidad sin límites. Y, sobre todo, su valentía. No solo para resistir el dolor, sino para seguir amando la vida incluso en la adversidad.

—Fue valiente —dice Fernando, con una leve sonrisa que no es de alegría, sino de nostalgia—. Mucho más de lo que nadie debería necesitar ser.

—Los dioses son crueles —murmura Chirveches—. Y el destino nunca es justo.

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Fernando lo mira y asiente.

—No, nunca lo es.

Nos quedamos así, en la terraza de la plaza, con nuestras tazas vacías y la noche cubriéndonos como un manto. En algún lugar, más allá del tiempo y de la pérdida, Teresa sigue brillando. Quizás en las palabras de su padre, quizás en el amor que le sobrevivirá siempre, quizás en el reencuentro definitivo que solo el misterio de la muerte conoce.

La noche se ha instalado definitivamente, envolviéndonos en su brisa fresca y en el parpadeo de las farolas que destilan una luz ambarina y melancólica sobre las piedras. Granada, con su inclinación natural a lo eterno, nos observa en silencio.

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Chirveches y yo hemos callado, dejando espacio a Fernando de Villena, quien, con la mirada clavada en un punto indeterminado del empedrado, parece estar midiendo el peso exacto de cada palabra antes de pronunciarla. Hablar de Teresa no es para él un simple ejercicio de memoria, sino un conjuro de amor y duelo, una forma de sostener lo irremediable en el único lugar donde aún puede existir: en la palabra.

—Sabéis que la vida no tiene lógica —dice al fin, con una voz que no es temblorosa, pero sí densa, como si cada sílaba hubiera sido arrastrada desde lo más hondo de sí mismo—. O al menos, no la que nos gustaría que tuviera. Nos aferramos a la idea de que el sufrimiento debe tener una causa, un propósito, algo que lo haga comprensible. Pero no lo tiene.

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Hace una pausa, y yo me atrevo a hablar con la delicadeza de quien cruza un umbral sagrado.

—No todo sufrimiento es estéril, Fernando. Teresa no fue el dolor. Fue la vida. Y fue hermosa.

Fernando alza los ojos y me observa. Durante un instante, veo en su mirada algo que no es tristeza ni melancolía, sino el reflejo de un amor inmenso, el mismo que ha sostenido cada uno de los días en los que su hija fue arrancada poco a poco de sus manos.

—Lo fue —dice—. Teresa era la luz más pura que he conocido. Lo era desde pequeña. Tenía esa curiosidad infinita por todo, ese hambre por descubrir el mundo, por entenderlo y narrarlo. No sabéis lo que era verla devorar los libros desde niña, cómo cada historia se le quedaba dentro, cómo cada personaje se volvía parte de su ser.

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Chirveches sonríe con una melancolía discreta, la de quien sabe que la belleza suele estar acompañada de una pena profunda.

—Era hija de su padre.

—Ojalá. Yo siempre he leído con la sospecha de que la literatura es una gran farsa, una hermosa farsa necesaria. Pero Teresa leía con la pureza de quien realmente cree en la vida como en un libro abierto, en la literatura como un territorio de verdad. Era más sabia que yo en eso. Su manera de acercarse a la literatura no era fría ni académica, era desde el amor. Cada verso, cada novela que la tocaba, la tocaba de verdad. Era lo que más admiraba de ella. Su capacidad para emocionarse, para ver en las palabras algo más que un mero artificio. Y no solo con los libros. Era igual con los viajes. Desde niña, cuando íbamos a algún lugar, tenía una manera de mirar, de observar, que era diferente. No solo veía, absorbía. Todo la fascinaba. La historia de un pueblo, la leyenda de un castillo, la inscripción en una iglesia olvidada. Era como si quisiera guardar el mundo dentro de sí.

Fernando se recuesta en la silla y cierra los ojos un instante, como si necesitara contener el peso de esas palabras.

—Pero nada se ha perdido —dijo Chirveches—. Teresa sigue viva. No solo en tu memoria, sino en todo lo que tocó, en las palabras que dejó escritas, en la luz que depositó en los que la rodearon.

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Fernando asiente, pero su gesto es lento, como si le costara aceptar lo inevitable.

—A veces me pregunto si el tiempo realmente suaviza el dolor —dice—, o si solo lo esconde en capas de rutina, en la necesidad de seguir adelante. Pero hay días en los que me despierto y me doy cuenta de que su ausencia es lo primero que siento. Y entonces todo vuelve, intacto.

—El amor sobrevive al tiempo —responde Chirveches—. Sobrevive a todo.

Fernando se queda mirando la fuente, donde el agua sigue fluyendo con indiferencia a nuestra conversación.

—Eso espero —dice en voz baja—. Eso espero.

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Y la noche sigue avanzando, sin apurarnos, sin pedirnos nada. Teresa flota en el aire, en la memoria de su padre, en nuestras palabras, en todo lo que su vida dejó grabado en este mundo. Y, aunque el dolor no desaparezca, sabemos que su luz, esa luz pura que Fernando nos ha descrito, nunca se extinguirá.

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