Por una política sin sombra

El regeneracionismo como imperativo democrático

José Antonio Cordón García

Lunes, 28 de julio 2025, 23:29

A finales del siglo XIX, en un país exangüe tras la pérdida de sus últimas colonias y gobernado por una clase política corrompida por el ... caciquismo y el clientelismo, Joaquín Costa clamaba por una reforma integral del sistema. Su diagnóstico fue implacable: España no podía avanzar mientras siguiera secuestrada por oligarquías egoístas, ajenas al interés general y carentes de ética pública. Pedía entonces una política regida por la «escuela y la despensa», pero también por una dirigencia moralmente intachable, capaz de anteponer el bien común a las prebendas personales. Más de un siglo después, aunque el marco institucional ha cambiado de forma radical, ese clamor regeneracionista conserva una pertinencia inquietante.

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Vivimos en una democracia parlamentaria consolidada, integrada en la Unión Europea y dotada de una arquitectura constitucional moderna. Sin embargo, la degradación del tejido político amenaza con deslegitimar el sistema desde dentro. Los casos de corrupción ya no se presentan como errores aislados, sino como síntomas de una enfermedad estructural que afecta tanto al partido que ostenta el poder como a la oposición. La erosión de la confianza ciudadana se nutre no solo de delitos concretos, sino de la impunidad, el cinismo y la falta de ejemplaridad de muchos responsables públicos.

El reciente escándalo que afecta al Partido Socialista, protagonizado por un trío de individuos cuyas actuaciones, según las informaciones conocidas, rozan lo grotesco, exige algo más que una respuesta táctica. Se trata de un episodio infecto, pequeño en su estética, pero grave en su significado: el Estado ha sido, presuntamente, utilizado como plataforma para enriquecimientos privados, favores personales y desviaciones inadmisibles. No basta con cesar a los implicados; es preciso depurar también las responsabilidades políticas de quienes, por acción u omisión, consintieron, encubrieron o no quisieron ver. La negligencia, en política, es otra forma de complicidad.

Al mismo tiempo, muchos de los que claman por la regeneración deberían primero mirar hacia sus propias filas. No puede erigirse en garante de la ética pública una dirigente cuya pareja está formalmente imputada en un proceso judicial de notable gravedad. Tampoco pueden pontificar quienes participaron activamente en operaciones de intoxicación informativa, quienes utilizaron las instituciones del Estado para perseguir a adversarios políticos, ni aquellos que manipularon el relato de un atentado para obtener réditos electorales. La hipocresía, cuando es transversal, solo agrava el deterioro democrático.

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No es admisible tampoco la indulgencia con comportamientos que contradicen de forma flagrante los principios que públicamente se defienden. No caben ya en la política contemporánea ni los falsos progresistas que abusan de sus colaboradores, ni quienes justifican guerras o genocidios por razones religiosas o geoestratégicas, ni los que protegen a agresores machistas con excusas administrativas. La ética pública no puede ser selectiva ni negociable.

Ha llegado, por tanto, el momento de exigir un verdadero relevo generacional y moral. España necesita con urgencia una clase política no contaminada, mujeres y hombres cuya hoja de servicios sea irreprochable, que comprendan que la política no es un trampolín personal ni un teatro de simulacros, sino la máxima expresión del compromiso democrático. La ciudadanía no puede seguir siendo gobernada por quienes han perdido su legitimidad ética. La democracia exige transparencia, responsabilidad y consecuencia: quien incurre en una falta grave debe dimitir o ser apartado sin dilaciones ni coartadas.

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Para ello, no basta con invocar la ética: es necesario institucionalizarla. Una reforma constitucional debe consagrar la democracia interna en los partidos, establecer mecanismos de control y fiscalización real, imponer la transparencia como regla y no como eslogan, y asegurar el cese fulminante de cualquier cargo público que incurra en fraude legal o moral. La corrupción no puede seguir siendo una variable de la estrategia política. Ha de ser una línea roja infranqueable.

España, como en tiempos de Costa, atraviesa una encrucijada. No nos encontramos ante una crisis del sistema, sino ante una crisis de sus gestores. La ciudadanía merece dirigentes sin sombra, comprometidos con la verdad, el interés común, la justicia social, el bien público y la regeneración moral de la política. Sin ellos, la democracia corre el riesgo de ser un edificio vacío, habitado por profesionales del descrédito. La alternativa no puede ser ni la resignación ni la rabia: ha de ser la construcción de una nueva ética pública. Y esa tarea, ineludible, ha de comenzar ahora.

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Porque más allá de nuestras fronteras, el mundo también se oscurece. Las tendencias iliberales crecen en Europa y más allá, debilitando el Estado de Derecho, normalizando la censura y glorificando el autoritarismo. Las pulsiones militaristas, amparadas en discursos de soberanía o defensa nacional, están reconfigurando las relaciones internacionales en clave de confrontación permanente. La indiferencia hacia el sufrimiento ajeno se instala como una patología colectiva, una forma de anestesia moral que se torna más cruel cuando quienes padecen, niños, mujeres, civiles inocentes, no son responsables de los males que se dice combatir. En Gaza, bajo un silencio cómplice, los bombardeos arrasan sin distinción, como si la humanidad ya no fuera un criterio moral sino una estadística prescindible.

Volvemos a ver grandes migraciones, hambrunas que se multiplican, y el horizonte de una guerra mundial ya no parece una fantasía apocalíptica, sino una posibilidad tangible. Quienes proclamaron el fin de la historia, amparados en una ilusoria paz liberal, se equivocaron de época. La historia no ha terminado: se reactiva en su forma más trágica, y nos exige estar a la altura de su dramatismo. La regeneración política, aquí y ahora, no es un capricho moral. Es una urgencia histórica.

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* José Antonio Cordón García es catedrático de Bibliografía y Fuentes de Información.

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